En la estela de Marx: filosofía y ciencia social
Publicado: 12 Ene 2022 02:28
En la estela de Marx: filosofía y ciencia social
En bruto. Una reivindicación del materialismo histórico
César Rendueles
En algún lugar, cuando la epidemia maoísta se propagó entre los intelectuales parisienses, Philippe Sollers dejó escrito que el marxismo-leninismo «era la única ciencia social». Sollers lo ignoraba todo sobre ciencia social y, por lo que le leí, casi todo sobre marxismo. Pero no estaba solo en aquellos años. Lo ilustra bien la historia de la tesis doctoral de Jon Elster, uno de los más competentes conocedores de la teoría social contemporánea. En 1968 acudió a París con la intención de que Louis Althusser le dirigiera su tesis doctoral, un intento de valorar la obra de Marx a la luz del conocimiento disponible y de la filosofía de la ciencia. No necesitó mucho tiempo para caer en la cuenta de que el marxista más famoso de la época no era su mejor mentor. Acabó defendiendo la tesis, Production et reproduction. Essai sur Marx, en 1972 ante Raymond Aron, su director, y Raymond Boudon, uno de los mejores sociólogos matemáticos; ambos liberales, si hay que adscribirlos ideológicamente. En todo caso, dos raros en aquel París. Son años en los que Elster también se familiariza con la economía normativa de la mano de Serge-Christophe Kolm, un marxista singular, con importantes contribuciones a la teoría de la justicia mediante herramientas de la moderna ciencia económica. Una década más tarde, aquella tesis cristalizaría en su Making Sense of Marx, obra que condensaba mejor que ninguna lo que será el programa del llamado marxismo analítico, una tasación de la obra del judío de Tréveris con la filosofía más exigente y la teoría social mejor contrastada1. La historia ha de completarse recordando que, años después, Althusser escribiría una suerte de autobiografía intelectual en la que reconocía que, en aquellos días, cuando señoreaba el marxismo europeo, tenía una cultura filosófica «de oídas» y que buena parte de su labor intelectual había sido fraudulenta, que era «todo artificios e imposturas, y nada más, un filósofo que no conocía nada de historia de la filosofía y casi nada de Marx». El mismo filósofo que había convertido en programa intelectual mostrar el carácter científico del marxismo acabaría declarándose un «ignorante total, tanto de Carnap, Russell, Frege, en consecuencia del positivismo lógico, como de Wittgenstein, y de la filosofía analítica inglesa»2, esto es, de las bases elementales de la filosofía de la ciencia.
El problema no era él. Tampoco, aunque un poco sí, como el mismo Althusser confesaba, esa «Francia, como siempre ignorante de todo lo que se hace más allá de sus fronteras»3 o, en el más ajustado diagnóstico, al menos geográficamente, de Pío Baroja (en 1925) de ese París que «necesita cada tres o cuatro años explotar una nueva forma literaria y lanzarla como quien lanza al mercado unas píldoras o un cinturón eléctrico»4. El problema era previo. Bueno, en realidad eran muchos los problemas, pero, entre ellos, el más destacado –si nos interesa la trama de las ideas– era el insensato propósito de acompasar filología y ciencia, de cuadrar dos lealtades: a los textos de Marx y a las reglas de la ciencia. Dos objetivos con serios problemas de compatibilidad, al menos en sus estrategias de fundamentación: la fidelidad filológica se calibra mediante la cita de autoridad; la solvencia científica, por los cánones convencionales de la lógica y la empiria. El segundo objetivo, de suyo, comporta la caducidad de las tesis a la luz de nuevos desarrollos o descubrimientos; el primero, al modo en que sucede con los textos religiosos, no es susceptible de revisión: si acaso, de reinterpretación.
Desde cierta perspectiva, En bruto supone un arqueo crítico con esas herencias. Su autor, César Rendueles, forma parte de las voces filosóficas radicales que, en la estela del 15-M y, sobre todo, de la aparición de Podemos, han hecho acto de presencia en el mundo editorial. Buena parte de la producción no ha pasado de ser un reciclaje de materiales que, en el mundo académico, dejaron de suscitar interés –si alguna vez lo suscitaron– hace ya bastante tiempo5. No siempre se trata de autores jóvenes ni, menos aún, de renovados puntos de vista, de reflexiones atentas a nuevos productos intelectuales o a nuevas propuestas institucionales. Con todo, hay algunas excepciones. Es el caso, por ejemplo, de José Luis Moreno Pestaña, con sus reflexiones sobre el sorteo como mecanismo democrático y, muy especialmente, del autor del trabajo aquí comentado. César Rendueles se ha ocupado de nuevos asuntos con nuevas herramientas (el espejismo digital en Sociofobia) o de asuntos de siempre con nuevas perspectivas (el capitalismo con el análisis de la ficción literaria en Capitalismo canalla). En el libro que nos ocupa vuelve al más clásico de los temas y con una tesis fuerte: una defensa del marxismo. Lo hace, eso sí, con una atención a la producción académica reciente. Del marxismo, conviene aclarar, como teoría social y, si se quiere, como filosofía social, no como filosofía política, en su dimensión crítico-normativa, moral.
Con mucha gracia, al principio de su ensayo, Rendueles, para ilustrar aquella patológica atmósfera, acude a una copla que escuchaba de niño en su casa: «el marxismo es una ciencia y no verdades de fe». Si no me equivoco, el fandango completo era: «Conciencia / ay mare cuánta conciencia / hace falta para ver / que el marxismo es pura ciencia / y no verdades de fe / ajenas a la experiencia». La copla, muy bien traída, describe ajustadamente el espíritu doctrinal que nutriría a aquel ambiente intelectual. Un espíritu que, como recuerda el autor, se cultivaba en dos géneros: el filosófico y el científico-social, el materialismo dialéctico (también conocido como diamat) y el materialismo histórico. Aunque la mayor parte de la atención del autor se concentra en el segundo, entretiene una parte del libro en recordarnos el despropósito del primero. Un despropósito con un eco muy prolongado. Y es que, si se piensa bien, no deja de resultar llamativo que buena parte –si no la mayor parte, que habría que comprobarlo– de las producciones sobre Marx las facturen los filósofos, como es el caso del propio Rendueles. Marx es un «clásico» presente tanto en las facultades de ciencias sociales como en las de filosofía. Algo bastante excepcional. Podía haber sucedido algo parecido con John Stuart Mill y, más tarde, con Friedrich Hayek, Ludwig von Mises o Amartya Sen, pero no sucedió; al menos, no con tal magnitud. En lo que sigue intentaré reconstruir esa herencia y hacer un balance obligadamente parcial a partir del ensayo de Rendueles, en particular de un doble guion que lo vertebra, y que resume en el prólogo Manuel Cruz: «la desconfianza en la capacidad científica de las ciencias sociales (y) la convicción de la potencia, conceptual y política, del materialismo histórico». Concentraré mi reflexión en la filosofía, el materialismo dialéctico, una filosofía «general» de la naturaleza y en la teoría social, el materialismo histórico. Para terminar, me detendré en algunas de las ideas sobre las ciencias sociales que sostienen la argumentación de Rendueles.
El materialismo dialéctico
Comenzaré por lo más desalentador e indescifrable, el territorio filosófico donde se concentraron los mayores doctrinarismos: el materialismo dialéctico. En trazo grueso, equivalía a conjugar una metodología dialéctica con una ontología materialista. Esta última queda elementalmente ejemplificada en la conocida apreciación de Marx en su prólogo de 1859 a la Contribución a la crítica de la economía política: «No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia». Más en general, el pie materialista vendría a decir que no hay otra realidad que la material, la única que admite propiedades y experimenta cambios, el sustrato último y explicación de cualquier fenómeno o experiencia.
El otro pie, el dialéctico, no es tan fácil de resumir. Pero hay que intentarlo, aunque sólo sea porque el autor de El capital, que nunca habló de «materialismo dialéctico», sí usó –y hasta con cierto orgullo– la fórmula «método dialéctico». Para describirlo, es costumbre acudir a una metáfora sugerida por él mismo: «darle la vuelta a la dialéctica de Hegel en clave materialista». La metáfora, tan eficaz como imprecisa –pues no se sabe muy bien en qué consiste eso de «darle la vuelta» a un método–puede interpretarse, con buena disposición, como la búsqueda de explicaciones que capturen las «leyes internas de desarrollo» de las cosas, en un sentido parecido a como se da cuenta del crecimiento de mariposa a partir de una larva, para seguir con el género poético. En algún sentido, para Hegel, la mariposa es la concreción del huevo y, a la vez, está contenida conceptualmente en él. El desarrollo histórico, temporal, que conduce de uno a otra, equivaldría a convertir en realidad (a concretar) lo que antes sólo era idealmente, a actualizar su potencia. Pero se trataría de una potencialidad en sentido fuerte, no como la piedra es potencialmente una estatua, sino como el feto es potencialmente un bebé. Bueno, en realidad, la ambición era aún más fuerte: que esos procesos materiales, temporales, sean como los lógicos, deductivos. La potencialidad sería todavía más fuerte que la del feto, sería como la que nos permite decir que el teorema de Pitágoras está contenido en los axiomas de Euclides, como la conclusión «Pedro es mortal» está contenida en las premisas «“Todos los humanos son mortales» y «Pedro es humano».
La explicación, en esas condiciones, sería una reconstrucción isomórfica con ese despliegue del ser. La explicación dialéctica nada tendría que ver con lo que normalmente entendemos en ciencia como deducción o compatibilidad de la teoría con los datos, sino con una suerte de reproducción en el plano de las ideas de la propia evolución del objeto, cuyo «desarrollo» interno –y necesario– capturaría la «teoría». El curso de la historia que, normalmente, asociamos a tramas causales (el tipo de relación que mantienen mi esfuerzo de ayer con mis agujetas de hoy) vendría a ser necesario (el tipo de relación que mantienen las premisas de una deducción con la conclusión: si A es mayor que B, entonces B es menor que A). En ese sentido, exagerado, podría decirse que la lógica se superpondría con el curso de la historia en un proceso en el que cada secuencia sigue a la anterior mediante su negación y superación, mediante contradicciones dialécticas: el huevo encontraría su negación en la larva; la larva, en la crisálida; y la crisálida, en la mariposa.
El espeso tremedal recorrido en los párrafos anteriores no es fácil de transitar sin anfetaminas. Quizá puede resultar inteligible a un idealista de la vieja escuela que participe de la convicción de que el ser (ese que se desarrolla) es de la misma naturaleza que la Idea: si no hay más que una cosa, la Idea, la explicación de esa cosa tiene que ser interna a ella misma, tiene que ser la exposición de su desarrollo. Para cualquier otro lector, estamos ante una indescifrable fanfarria que se nutre de una serie de confusiones y empeños imposibles, comenzando por la aspiración a una extravagante identidad entre la teoría y lo que quiere explicar: la realidad. Así, una buena teoría sobre la alimentación, antes que consistente, informativa, parsimoniosa, debería ser nutritiva, sazonada, digestiva, baja en calorías o congelable. No es la única rareza: la idea de contradicción nada tiene que ver con la contradicción lógica, con la operación (lógica y lingüística) de negación de una proposición, según la cual la negación de «este organismo es una larva» (p) es «este organismo no es una larva» (~p). La «contradicción dialéctica» es cualquier cosa menos precisa: unas veces se refiere a reflexión, otras a oposición o, incluso, a la simple distinción de conceptos. En su sentido más general, vendría a ser una suerte de contraposición material, de modo que la contradicción de «este organismo es un huevo» sería «este organismo es una larva» (con más detalle: la secuencia huevo-larva-crisálida-mariposa sería un ejemplo de sucesivas negaciones/contradicciones/superaciones). Obviamente, el proceso de «negación dialéctica» resulta bastante arbitrario, pues, mientras todos sabemos que la negación lógica del enunciado «esta es mi casa» (p) es el enunciado «esta no es mi casa» (~p), no se ve porque la negación dialéctica de larva es mariposa (y no larva muerta o cualquier otro estado de la larva).
Naturalmente, como suele suceder cuando la poesía se pone al mando, el programa condujo a verdaderos disparates intelectuales. Pretendían obtenerse unas supuestas leyes generales de la naturaleza, ontológicas. «Una ciencia de las leyes generales del movimiento y la evolución de la naturaleza, la sociedad humana y el pensamiento», por decirlo con Friedrich Engels en uno de los pasajes más desaforadamente entusiastas del Anti-Dühring. Ahí es nada: leyes no referidas a una investigación en particular (termodinámica, herencia, electromagnetismo), sino leyes, en general, por encima –o como fundamento– de las leyes normales de las ciencias normales. Por desgracia, con el tiempo, los disparates no sólo fueron intelectuales. Y es que, por su propia condición, tan «fundamental», a tales «leyes» se les otorgaba un estatus desmedido, incluso fiscalizador de la ciencia, y hasta de la vida. De modo que cuando los doctrinales se hicieron con el poder no dudaron en utilizarlas para decidir la solvencia de genuinas teorías científicas, como sucedió cuando la agricultura soviética apostó en contra de la buena ciencia genética y a favor de las tesis ambientalistas, lamarckianas, de Trofim Lysenko, supuestamente mucho más acordes con el diamat y, sobre todo, con las aspiraciones regeneracionistas del socialismo soviético: si las variedades de trigo, expuestas a las duras condiciones ambientales de Siberia, se habían podido «reorientar» hasta adaptarse, ¿por qué no esperar lo mismo de unos humanos egoístas poco dúctiles a los principios del socialismo? ¿Por qué no esperar en la mejora, por medio de la educación, de la especie humana?6
El tamaño de la locura no puede minusvalorarse. Desde cierta perspectiva, suponía desandar el camino iniciado con la revolución científica, un retorno a la escolástica tardomedieval7. Como entonces, para los fervorosos defensores del diamat, si la teoría empírica no encontraba «fundamento» filosófico irrebatible, se descartaba. Con ese estilo mental, que en siglo XIV había esterilizado la incipiente ciencia de las universidades de Oxford y París, rompió, implícitamente, la revolución científica del XVI, la de Galileo, y, explícitamente, Kant, al invertir el guion: la ciencia es lo prioritario, lo fundamental, y lo fiable; la filosofía, si acaso, llega más tarde y camina insegura, midiéndose con la ciencia. Sobre el trasfondo de una ciencia que funciona, con sus propios avales lógicos y empíricos, tasamos la calidad de nuestras conjeturas filosóficas8. La filosofía no decide en ningún caso la calidad de la ciencia. Sencillamente, no hay ninguna reflexión fundamental, absoluta, externa a la propia ciencia, en la que fundar el conocimiento. Con la eficaz imagen, ya clásica, de aquel marxista miembro fundador del Círculo de Viena, esto es, de la mejor concentración de filósofos por unidad de superficie que ha conocido la historia, Otto Neurath: la ciencia es un barco en perpetua navegación que, ante sus retos, debe apañarse con sus propios materiales, siempre en mar abierto, sin encontrar una tierra firme, unos astilleros trascendentales, un «más allá» en el que asegurarse para siempre9.
Hecha la advertencia, destacado el disparate, no está de más añadir que, en el caso de Marx, la aspiración (dialéctica) a que la propia teoría «reproduzca» (el curso de) lo que explica está en el origen, además de farragosas páginas –como en el primer volumen de El capital– que complicaban insensatamente la presentación de teorías perfectamente formulables con los procedimientos habituales de la ciencia10, de parciales hallazgos metodológicos que han podido resultar de provecho en distintas disciplinas. Sucedió, por ejemplo, en el caso de la biología de la primera mitad del siglo XX, cuando algunos investigadores de primera línea buscaron en algunas tesis dialécticas (evolución, emergencia, el todo es más que la suma de las partes) una guía heurística con la que ordenar su mirada sobre la naturaleza11. De hecho, andando el tiempo, algunas de esas tesis, al hilo de distintos desarrollos lógicos y matemáticos (teoría de conjuntos borrosos, lógicas paraconsistentes, «lógica de las paradojas», etc.) alcanzarían precisión y, de la mano de unos pocos, darían pie a formalizaciones de tesis ontológicas no desprovistas de cierto interés12. No cabe ignorar que existen procesos materiales que, por decirlo con el viejo léxico, avanzan «negándose a sí mismos», que su desarrollo se alimenta de sus propias dinámicas contradictorias. Es el caso de los descritos por Nassim Taleb como antifrágiles, como, por ejemplo, aquellos que se resumen en la apreciación del ciego en el Lazarillo de Tormes, según la cual «lo que te enfermó te sana y da salud», esto es, la enfermedad como un método controlado de curación: las vacunas víricas o bacterianas; dosis limitada de veneno como antídoto preventivo; exposición a una enfermedad para curar otra (la infección de malaria para curar la sífilis, muy común hasta los años veinte)13. Tampoco cabe ignorar, en el activo, que Marx, como investigador social, encontró en Hegel, en el Hegel de «lo verdadero es lo completo», un modo de vertebrar intuiciones metodológicas propias de la historiografía: en particular, la idea de abordar el conocimiento de lo concreto con afán totalizador, integrador, multidisciplinar, como una composición de las abstracciones proporcionadas por las distintas ciencias especiales. Una sensata consideración que conviene recuperar de vez en cuando ante la recurrente tentación de «explicar» el menor acontecimiento histórico a partir de los genes, la estructura de derechos de propiedad, el neocórtex frontal, cuando no el carácter nacional14.
Y poco más. El énfasis en el otro pie del diamat, en la ontología, en el «materialismo», a estas alturas, importa poco. En realidad, su prolongado eco en la tradición marxista, sobre todo, es responsabilidad de un Lenin que, con un desprecio militante por el matiz15, se enredó en discusiones que le desbordaban; sin ir más lejos, nada menos que con Ernst Mach, un verdadero gigante científico y filosófico, a quien, por urgencias políticas difíciles de entender en nuestros días, se sintió en la necesidad de incluir en el mismo lote «idealista» que George Berkeley: para todos ellos, la realidad consistiría únicamente en la mente y sus ideas16. Del resto, de cultivar sus deficiencias y de decorarlas en un eco interminable, se encargaría la Tercera Internacional, con un dogmatismo insuperable. Por supuesto, siempre podemos encontrar algún departamento universitario entregado a cultivar el género (por ejemplo, la arqueología dialéctica), porque hay gente para todo y a veces cuesta apearse de las mitologías de juventud, pero eso son trastornos circunstanciales, alejados del buen hacer investigador.
Las viejas reflexiones, revisitadas ahora, resultan casi ininteligibles. Los debates contemporáneos poco se parecen a los de hace cien años, entre otras cosas por un desplazamiento de las investigaciones de referencia desde la física a las ciencias cognitivas: la preguntas acerca de la naturaleza última de la realidad material ha sido sustituidas por las preguntas acerca de la relación entre –si es que cabe la distinción– la mente y el cuerpo. Cuando volvemos sobre las viejas polémicas, resulta difícil sustraerse a un sentimiento de melancolía por las energías perdidas en veredas estériles, completamente ajenas a la reflexión filosófica cabal. Y las energías fueron muchas, cosa que, por lo demás, no puede extrañar si se asume que, en cada una de las disputas, parecía dilucidarse el futuro de la humanidad, si se está convencido, con Lenin y el penúltimo Althusser, de que «la filosofía es la lucha de clases en la teoría»17. Un mundo completamente ajeno al nuestro. Sencillamente, no hay continuidad entre las inquietudes que alimentaban idealismos como el de Hegel y las que inspiran a los contemporáneos dualistas o pluralistas ontológicos, sus potenciales herederos, como, puestos a decirlo todo, tampoco hay continuidad entre los retos de los viejos materialismos y los de los modernos fisicalismos, el otro lado de la supuesta barricada18.
César Rendueles no recorre en detalle el trayecto reconstruido en los párrafos anteriores, aunque su diagnóstico es parecido. Reconoce el componente doctrinario y tosco del materialismo dialéctico, «una degradación ideológica de los textos fundacionales de Plejánov y Lenin –dos revolucionarios rusos de principios del siglo XX– que, para qué vamos a engañarnos, tampoco destacaban por su sutileza» y enfatiza la distancia entre los viejos debates y los contemporáneos, los propios de una filosofía moderna que «en su totalidad» es materialista, que incluso en sus variantes críticas con los fisicalismos más reduccionistas, es decir, incluso cuando niega que «los estados mentales sean idénticos a los estados cerebrales […] no postula la existencia de entidades espirituales paralelas». En el trazo grueso no se puede sino coincidir, aunque, en el detalle, no estaría yo tan seguro acerca de la extensión del consenso. «Materialista» es palabra de poco tráfico entre filósofos competentes19 y aún menos si desplazamos la mirada de la ontología a la epistemología, a las discusiones en torno al realismo de las teorías, a si las teorías describen como es realmente un mundo que está ahí con independencia de nuestras ideas o son simples artificios que se justifican por su vigor predictivo, otro asunto sobre lo que también versaban –aun sin saberlo, sin autoubicarse en ese registro– los debates en que se enlodaron Lenin y sus herederos filosóficos en sus rudimentarias defensas del materialismo. Para muestra, un botón, el más grande: hemos visto al filósofo de la ciencia más influyente de los últimos años, Hilary Putnam, abandonar su temprano realismo metafísico y monista.
Los materialismos históricos
El autor, una vez que se desprende del lastre del diamat, orienta el foco hacia donde sí cree que hay algo que rascar: a una reivindicación del materialismo histórico que arranca con una crítica a las versiones idealistas de la historia, en particular aquellas que sostienen que los cambios en la mentalidad, en las ideas, están en el origen de los cambios sociales. La secuencia causal correcta, según Rendueles, sería exactamente la contraria, la propia del materialismo histórico: de las condiciones materiales a las ideas. Una tesis, en sentido general, casi trivialmente verdadera, de sentido común. En todo caso, quienes pueden tener problemas con ella son aquellos activistas políticos –como el propio Rendueles? que, en algún momento, han de enfrentarse a la inconsistencia pragmática de hacer compatible la tesis de la prioridad de las condiciones materiales con sus intentos de cambiar el mundo, difíciles de entender si no se concede a las ideas algún potencial transformador. Resultaría una cruel ironía que, por devociones materialistas, quedasen en la incómoda compañía de aquellos personajes que consagró –según se dice, que no es seguro– para la historia Thomas Carlyle en su conocida consideración sobre la Enciclopedia: la segunda edición se encuadernó con la piel de los que se burlaron de la primera «porque solo contenía ideas».
Rendueles no aborda este reto. Antes al contrario, curiosamente, incluso descalifica –por «neoidealistas contemporáneos», por despreciar la obvia prioridad de las condiciones materiales– a autores que, al referirse a los cambios del mundo, subrayan la eficacia causal de los cambios tecnológicos, la capacidad transformadora de la tecnociencia. Así, descalifica por idealista a Beth Noveck, autora de una charla TED sobre procesos tecnológicos que permiten transformar la relación entre gobierno y ciudadanía: «la explicación de esta extraña conducta es que Beth Noveck es administradora de tecnologías de la Casa Blanca». Cuesta entender esa consideración ad hominem. En realidad, como sucede en otros pasos del libro, pareciera que el autor se deja llevar por precipitadas consideraciones políticas y, con un proceder no infrecuente entre filósofos de mente ambiciosa, cuando no le gusta una idea, trata de empotrarla en un guion compartido con aquellas otras (políticas económicas, leyes antiterroristas o teorías sociales) que no le parecen bien, venga o no a cuento20. La consideración acerca de los quehaceres de Noveck, salvo para conocer que a Rendueles le parecen mal, obviamente, no añade nada, pero, en todo caso, lo que no acaba de entenderse es la descalificación por «idealista». Y es que hay poco más marxista que la apelación a la fuerza transformadora de los cambios tecnológicos21. Marxista y no marxista. Investigaciones académicas reconocidas han mostrado la plausibilidad de las relaciones causales entre la técnica de la escritura alfabética y el milagro griego, el estribo y el orden estamental del feudalismo, las gafas y la llegada del Renacimiento, la generalización del automóvil o la píldora y el cambio en las pautas sexuales y en las ideas en torno a ellas. Y lo que nos queda por ver.
En todo caso, estas precipitadas digresiones no debilitan ni la pertinente crítica al idealismo descrita ni la reivindicación del materialismo histórico, el otro pie de la producción heredera de Marx –la teoría social–, sobre la cual concentra Rendueles buena parte de su atención. Una atención, cierto es, dispersa o, mejor dicho, desenfocada, como si no acabara de trazar el perímetro de su asunto. Y es que, por lo que sea, quizá porque el libro procede de artículos de varia intención aparecidos en su mayoría en revistas de universidad, no acaba de acotar el campo, el dominio de referencia del materialismo histórico.
En todo caso, esa circunstancia es también un modo de reconocer la convivencia en la obra de Marx de dos reflexiones de distinta naturaleza que, no sin cierta arbitrariedad, cabría agrupar bajo el rótulo común de «materialismo histórico»: 1) Una concepción general del mundo social, una heurística, que sugiere abordar la intelección de los procesos sociales asumiendo la prioridad causal de las circunstancias materiales, ambientales, tecnológicas, energéticas, económicas e institucionales, de la base material sobre la superestructura, por decirlo toscamente (algo así como el modelo mecanicista-atomista en la ciencia del siglo XVIII o el evolucionista en la del XIX); 2) una(s) teoría(s) sociales específicas inspiradas en esa concepción general perfectamente aceptables según los criterios de la moderna ciencia y que, en lo esencial, describen mecanismos endógenos en la sociedad capitalista que contribuyen a su propia destrucción. Entre esas teorías destaca una teoría de alcance intermedio –que diría Robert K. Merton– sobre el cambio social en general, una teoría de la historia, el materialismo histórico en sentido más estricto. Rendueles, además, añade un compromiso con antropologías naturalistas muy de apreciar, dados los menesterosos precedentes de la tradición en la que se enmarca su investigación22. Veamos con más detalle los dos géneros y sus variaciones.
El programa de investigación
El primer género –el programa de investigación materialista– resulta indiscutiblemente sensato. Tan sensato que le parece bien a todo el mundo. La heurística de «para entender los comportamientos humanos es conveniente comenzar por estudiar las condiciones materiales de existencia» está lejos de compartir el mismo referente con las investigaciones inspiradas en la tradición marxista. La disposición está en Marx, pero también en otros clásicos anteriores, como Montesquieu, Buffon o Jefferson, que defendieron la conveniencia de explicar los comportamientos a partir de las circunstancias ambientales. Y desde entonces, legión. En ese sentido, resulta difícil compartir la apreciación de Rendueles según la cual «las dinámicas históricas lentas y de largo recorrido (una “hipótesis” que asocia al materialismo histórico) tienden a ser infravaloradas frente a las explicaciones de la realidad basadas en la voluntad y la subjetividad de sus protagonistas». Las apelaciones a la ecología (Eugene Odum, Marvin Harris), a la biología evolucionista (Jerome H. Barkow, Leda Cosmides y John Tooby; Robert Boyd y Peter J. Richerson; Luigi Luca Cavalli-Sforza y Marcus W. Feldman) a los recursos tecnológicos/materiales (Lewis Mumford, Ian Morris) o a las circunstancias económico-institucionales (Douglass North, Geoffrey Hodgson, Daron Acemoglu y James E. Robinson) son de uso extendido entre reputados teóricos sociales ajenos al materialismo histórico. Reputados académicamente y hasta populares, tanto que no es raro encontrar sus libros en las librerías de los aeropuertos.
Reprochar a Rendueles por aquello de lo que no se ocupa, por no mencionar a ciertos autores, no resultaría lícito si no fuera porque una y otra vez a lo largo del libro se muestra pesimista acerca del estado de las ciencias sociales e insiste en la singularidad del materialismo histórico. Visto lo visto, no parece ser el caso: el materialismo histórico está en honrosa y sobrada compañía. Por no mencionar, ni siquiera menciona a Samuel Bowles y Herbert Gintis, algo que sorprende, no ya porque se trata de economistas que sin muchas torsiones cabría entroncar en la tradición marxista, sino porque, además, su quehacer, bien asentado en el naturalismo antropológico, cauteloso respecto al modelo del homo œconomicus, y su perspectiva no retóricamente multidisciplinar, responden bastante bien a las inquietudes de Rendueles23. No quisiera pensar que la omisión tiene que ver con las prevenciones del autor respecto a la teoría de la racionalidad, las matemáticas y la economía estándar, herramientas que manejan con soltura Bowles y Gintis. Eso no haría más que confirmar que Rendueles, en ocasiones, se precipita al despachar sumariamente una teoría social con la que no siempre parece que acabe de estar familiarizado24. Volveré sobre estas prevenciones que están en el origen de su valoración pesimista de la teoría social.
El énfasis en la singularidad del materialismo histórico no es el único aspecto en que, cuando alcanza precisión, se hace difícil seguir la justificada reivindicación del programa materialista del autor. Sucede también cuando contrapone el enfoque materialista a «las teorías causales basadas en razones», como las de Weber o la teoría de la elección racional, esto es, la teoría que toma como punto de partida las interacciones entre agentes racionales egoístas (o, para ser más precisos, que maximizan su función de utilidad). Si lo he entendido bien, según Rendueles, estas teorías, que explican las acciones de los agentes a partir de sus razones, caerían del lado idealista, pues parecerían asumir una secuencia causal opuesta a la del materialismo histórico: desde las ideas a las circunstancias materiales. Si es eso lo que está diciéndose, el autor confunde, a mi parecer, una discusión teórica con una metodológica y, en ese sentido, su contraposición está fuera de lugar. Y es que «las teorías causales basadas en razones» no son teorías sociales, no establecen conjeturas empíricas entre dos variables (entre religión y suicidio, por ejemplo), sino teorías metodológicas o formales (modelos de explicación intencionales) compatibles con teorías materialistas o idealistas. En este contexto, la referencia a Weber o a la teoría de la acción racional resulta completamente irrelevante. Son simplemente teorías (materialistas o no) que hacen uso –como tantas otras– de ese modelo de explicación intencional.
Permítanme ilustrar lo que quiero decir ampliando la perspectiva a otros patrones explicativos. Dos médicos podrán discrepar acerca de por qué le duele la cabeza a un paciente (tendrán dos teorías distintas: estrés, traumatismo), pero los dos estarán de acuerdo en explicarlo causalmente, en que el dolor tiene una causa (compartirán modelo de explicación). Dos biólogos, en desacuerdo al dar cuenta del por qué los humanos tenemos cabello (o lenguaje), coincidirán en que alguna función (ventaja adaptativa) debe tener. Y dos teóricos sociales, en desacuerdo acerca de la explicación del embotellamiento del tráfico en una ciudad, estarán de acuerdo en que responde a la interacción entre agentes que se mueven por razones (por ejemplo, porque creen que hay una invasión marciana, o que se ha extendido un virus, o que van a privarles de la nacionalidad, etc.). Cada uno de ellos apela a razones (creencias) distintas, pero todos ellos explican a partir de razones. Apelar a las razones de los agentes (a su eficacia causal) es simplemente una elección metodológica perfectamente compatible con una teoría materialista (o con una idealista). Teorías o explicaciones brutalmente materialistas acuden, inevitablemente, a agentes que actúan por (sus) razones. La explicación («materialista») de la Revolución Rusa de febrero de 1917 como resultado del excepcional buen tiempo de aquel mes en San Petersburgo no puede prescindir de unos individuos que, a partir del conocimiento de esa circunstancia, deciden salir a la calle25. Teorías tan materialistas como la del imperialismo ecológico26 que, para dar cuenta del vigor (destructivo) de Europa, acude a las enfermedades de los conquistadores, ante las que los conquistados carecían de defensas, encuentran su sostén último en interacciones entre individuos: la enfermedad es el subproducto de las acciones de agentes que naturalmente «actúan a partir de (sus) razones»: quieren obtener más riquezas, convertir infieles, huir de su pasado, etc. En breve: no hay teoría social, materialista o no, que, en un momento u otro, no recale en las interacciones entre individuos, cuyas acciones se rigen por creencias y deseos, por razones.
La contraposición de Rendueles entre los idealistas (de la racionalidad, de la actuación a partir de razones) y el materialismo histórico parece superponer o equiparar dos asuntos distintos: el teórico, la relación de la base material (ecológica, económica, etc.) con la superestructura; y el metodológico, el tipo de relación explicativa entre las «leyes generales» y los sucesos particulares a explicar. Dos, cuando no tres, porque a veces parece equiparar los dos problemas descritos con el de la formalización, con el uso de las matemáticas. También volveré sobre esta ausencia de distinción de planos y sobre algunas de sus implicaciones al valorar la teoría social.
La teoría social
El otro género cultivado por el materialismo histórico pertenece directamente al negociado de la teoría social. Se trata de una serie de conjeturas, de las que el autor no se ocupa sistemáticamente –salvo en el caso, muy especial, de la teoría de la historia– que, de alguna manera, traducen a un lenguaje preciso –de teoría social– el guion hegeliano, ese curso de la historia acompasado con la lógica, que avanza resolviendo sus contradicciones internas. Eso sí, sin adherencias especulativas. Las contradicciones dialécticas y la rimbombante «necesidad» de la historia en la senda de la realización de la razón se mudan en la obra de Marx en austeras conjeturas sobre dinámicas endógenas al capitalismo que conducen a su destrucción, dinámicas que explicarían cómo los gérmenes del socialismo se incuban en la entraña del capitalismo. En ese sentido, Marx no dejaría de ser sino un pulcro heredero de la escuela escocesa, de Adam Smith, y su teoría de los cuatro estados: la evolución de las sociedades según la secuencia caza-pastoreo-agricultura-comercio27. Eso sí, sin resabios de filosofía de la historia. Estamos ante genuinas conjeturas susceptibles de control empírico y analítico que describen mecanismos sociales en el sentido moderno de la reflexión metodológica, como secuencias causales que producen regularmente ciertos resultados28.
El primer mecanismo, de naturaleza económica, es la llamada ley de caída tendencial de la tasa de beneficio. En su presentación habitual, aparece comprometida con la teoría del valor-trabajo, según la cual la fuente de valor de las mercancías –y la explicación última de los precios– es la cantidad de trabajo (directo e indirecto) incorporado en su producción. La competencia induciría a los capitalistas a sustituir trabajo por maquinaria, con el resultado imprevisto (no deseado) de que socavarían su fuente de beneficio. El comportamiento individual (y racional, orientado a maximizar beneficios) de cada uno de ellos, generalizado, explicaría la caída del beneficio, efecto indeseado por todos los burgueses y, a la vez, resultado (agregado) de la acción de cada uno de ellos. El segundo mecanismo describiría la naturaleza (supuestamente) limitada de la expansión capitalista: mientras, por una parte, el capitalismo desata necesidades de consumo, por otra, se muestra incapaz de satisfacerlas, tanto por su propia condición explotadora, derivada del sistema privado de apropiación, como por las limitaciones que impone al potencial productivo (al frenar el crecimiento de las capacidades productivas, incluido el desarrollo de los talentos humanos). Un tercer mecanismo se refiere a la acción colectiva: el desarrollo del capitalismo, al expandir la gran empresa, propicia las condiciones (el trato continuo entre los trabajadores en la gran fábrica) para la revolución por parte de una clase obrera que reúne la condición de socialmente mayoritaria, indispensable, en tanto fuente de la riqueza colectiva, explotada, y beneficiaria de la revolución; esto es, el propio capitalismo, en su crecimiento, propiciaba la aparición tanto de las circunstancias como de los protagonistas de su final29.
Ninguna de esas teorías resulta sostenible hoy. Eso sí, podemos precisar sus dificultades y, de resultas –entre otras cosas– de reconocerlas, se han producido avances importantes en la investigación social. Por mencionar tan solo los dos más destacados: en economía, el enfoque reproductivo de David Ricardo-Piero Sraffa, cultivado, sobre todo, entre los economistas de Cambridge30; en sociología, la teoría de la acción colectiva y de la revolución31. Y, en ambos casos, las matemáticas han ayudado mucho a pulir los productos32. Esto es, estamos ante conjeturas perfectamente asumibles en la teoría social convencional. Ni mejor ni peor que cualquier otra. En ningún caso superior o especial, como parece desprenderse de la tesis que sostiene el libro, según el resumen ya citado del prologuista: desconfianza en las ciencias sociales y convencimiento «de la potencia, conceptual y política, del materialismo histórico».
La teoría de la historia
Al cuarto mecanismo, la teoría de la historia, el autor le dedica reflexiones más sistemáticas. Con pertinencia, acusa recibo de una de las más interesantes discusiones que en torno a ella se desataron hace ya casi tres décadas. Conviene recordarla con algún detalle, no sólo por su calidad filosófica, sino porque, al situarse en los terrenos de la teoría de la ciencia, nos pone en la pista de algunos de los problemas antes avanzados. El arranque hay que buscarlo en el extraordinario trabajo de Gerald Cohen, La teoría de la historia de Karl Marx. Una defensa, obra que abordaba una reconstrucción del núcleo teórico marxista en clave funcionalista tomando como punto de partida –aunque no exclusivamente– una de sus exposiciones más sintéticas: el prólogo ya mencionado a la Contribución a la crítica de la economía política, donde se afirmaba la existencia de una «contradicción» –para decirlo con el léxico de Marx, resultaría más preciso hablar de «tensión» o «conflicto»– entre relaciones de producción y fuerzas productivas, contradicción que actuaría como motor de los procesos históricos, como, por ejemplo, al desencadenar el tránsito de una sociedad feudal a una sociedad capitalista y, posteriormente, a la sociedad socialista.
Para aclarar la idea, no está de más recordar que Marx estableció su conjetura sobre el horizonte de «la transición desde el feudalismo al capitalismo», un asunto sobre el que volverá recurrentemente la historiografía de inspiración marxista –y la economía33– cuando quiera dotar de cierto vuelo teórico sus reflexiones: la expansión del comercio y de la incipiente industria se veía embridada por un régimen señorial que impedía, con peajes y tributos, el movimiento de mercancías, y frenaba, con relaciones de dominio personal, de servidumbre, la aparición de un mercado de trabajo. El crecimiento de fuerzas productivas estaba limitado por las relaciones de propiedad: se ahogaba el desarrollo económico, el progreso y el bienestar. Para Marx, la tensión, a la larga, resultaba insostenible y, al final, el proceso se decantaba siempre del lado del progreso, cuando las fuerzas productivas impusieran su ley, haciendo estallar las relaciones de producción. Y ese mismo mecanismo operaría en la transición desde el capitalismo al comunismo: circunstancialmente, la propiedad privada limitaba el desarrollo de las fuerzas productivas e impedía la abundancia, condición de posibilidad de la futura sociedad comunista34.
Cohen, formado en la mejor filosofía de la ciencia, la cultivada por la tradición analítica, nos recordará la anatomía de esa explicación: en el mismo sentido en el que las espinas de las plantas cumplen la función de evitar la pérdida de agua en el desierto, las relaciones de producción resultan útiles y perduran mientras permitan el crecimiento de las fuerzas productivas. Dicho en plata, el materialismo histórico se manejaba con explicaciones funcionales: la disposición de un suceso del tipo E para producir sucesos del tipo F explica la ocurrencia de un suceso de tipo E en una situación particular35. Por así decir, Marx, en método, iba de la mano de los funcionalistas.
La tesis de Cohen daría pie a una polémica con otros marxistas analíticos –destacadamente, Jon Elster– que sostenían que el materialismo histórico, más temprano que tarde, tenía que encontrarse con el individualismo metodológico, con explicaciones de los procesos sociales que toman como punto de partida interacciones entre agentes racionales que actúan a partir de sus creencias y sus querencias (en la caracterización de Rendueles, idealistas, las de «Weber y la teoría económica»). El debate tuvo muchas idas y vueltas, entre otras cosas, porque la contraposición resultaba menos radical de lo que parecía. De hecho, Cohen, al justificar el impulso sostenido al desarrollo de las fuerzas productivas, recalaba en una antropología filosófica muy cercana a la de los economistas: el individuo racional que, enfrentado a situaciones de escasez, intenta mejorar su situación36. Es más, los modelos funcionales, sin mucha distorsión, podían reconstruirse parcialmente en un marco conceptual común a la economía convencional, al menos en dos de sus componentes más importantes: 1) El nivel de las fuerzas productivas determina las relaciones de producción que resultan óptimas; b) Las relaciones de producción son lo que son porque son óptimas para el desarrollo de las fuerzas productivas.
Aunque la controversia tuvo cierto recorrido, con las acostumbradas sutilezas de la filosofía analítica, desde el punto de vista operativo, de su entronque con la historiografía real, no fue muy allá. Sencillamente se manejaba en un plano de abstracción que complicaba su control empírico37. De hecho, algunos años más tarde, el propio Cohen admitiría el problema o, al menos, una de sus implicaciones: «Ahora no creo que el materialismo histórico sea falso. Más bien se trata de que no estoy seguro de cómo podemos decir si es verdadero o falso»38. Con ese reconocimiento, Cohen no hacía más que constatar la dificultad, acaso insalvable, del género de la teoría de la historia: relacionar esas leyes tan generales, que describen el funcionamiento de la base material (la relación entre relaciones de producción y fuerzas productivas: en su léxico, las estructuras), con los datos, con los acontecimientos, sucesos, estados o procesos a explicar. El reto llega, por ejemplo, en el momento de relacionar tales leyes con los datos que configuran una crisis en tal o cual región en el siglo XVI.
A mi parecer, buena parte del problema deriva de la dificultad para compatibilizar (plausibles) teorías sobre el funcionamiento de sistemas (económicos, ecológicos) con explicaciones históricas. Más exactamente, el reto principal consiste en precisar el tipo de relación metodológica entre una teoría de alcance general (la tesis de la contradicción entre las relaciones de producción y las fuerzas productivas) y los sucesos particulares a explicar: mientras el funcionamiento de la base (las estructuras) quedaría normalmente descrito mediante «leyes generales», la explicación de los acontecimientos se aborda mostrando los mecanismos, la secuencia causal, los engranajes (actores, deseos, creencias y oportunidades) que están en el origen de los sucesos particulares, del explanandum. Una solución posible consiste en entender las leyes sobre las condiciones materiales (que describen el funcionamiento de la base) en un sentido parecido a como entendemos las leyes sobre condiciones de equilibrio de los ecosistemas: establecen las constricciones a los comportamientos de los agentes (los habitantes del ecosistema) sin asumir ningún supuesto (sobre racionalidad, disposición al equilibrio) sobre el comportamiento de éstos. Las leyes generales, en ese sentido, no reposarían en supuestos intencionales. Las estructuras dibujarían las constricciones en que han de desenvolverse las acciones39. El error consistiría en pretender «deducir» –por lo derecho– a partir de las leyes sobre las condiciones materiales las conductas o los comportamientos, como sucede con las «explicaciones» de una acción particular de una persona (comprarse un coche) que invocan el capitalismo (o los genes o el patriarcado).
A su manera, Rendueles también parece reconocer el problema. Por ejemplo, cuando sostiene que «incluso si estamos plenamente convencidos de que ciertos procesos históricos son más estables o duraderos que otros, eso no significa que los límites estructurales sean inmediatamente más explicativos que los mecanismos individuales», o que «las estructuras no son explicativas en el mismo sentido en que el impacto de una bola de billar explica el movimiento de otra. Es necesario en cada caso reconstruir la historia causal de cada acontecimiento particular que pretendemos explicar». Pero, por lo que sea, quizá por su ya mencionada dificultad para distinguir entre los planos metodológicos y los teóricos, no siempre se muestra consecuente con esas consideraciones y, a pesar sus advertencias contra las tentaciones simplificadoras de apelar a «las estructuras», con frecuencia no duda en tirar por lo directo de la base a las ideas, incluso al precio de incurrir en la falacia ecológica, en «explicar» un caso (las ideas de X) a partir de las características (sociales) del grupo al que pertenece, como sucedía con el ejemplo citado de la administradora de tecnologías de la Casa Blanca. Un mal hacer que se muestra también en distintas digresiones políticas que sazonan su argumentación, como cuando afirma que «la noción de “entramado terrorista” desarrollada desde la Audiencia Nacional en los años noventa y que condujo a muchas personas cercanas a la izquierda nacionalista vasca a prisión, se basaba en buena medida en metáforas funcionalistas». La velocidad y el tocino. Un despropósito que, naturalmente, no documenta ni rozando una sentencia judicial. No es el único momento en que consideraciones filosóficas, más o menos sensatas, se ven degradadas con cómplices urgencias políticas, forzados ejemplos, estadísticas retóricas o juicios sumarios.
Y, puestos a completar el mapa, tampoco creo que sean ajenas a la superposición de planos de discusión (teóricos y metodológicos) sus toscas descalificaciones de las matemáticas en las ciencias sociales («la economía matematiforme»), en las que parece asumir que la formalización sólo puede ocuparse de «leyes generales», como si las matemáticas estuvieran vetadas para tratar escenarios particulares, como si no pudiera abordarse con programación lineal el tráfico de una ciudad, con ecuaciones múltiples un sistema de explotación feudal de la India o con teoría de juegos una batalla militar, una disputa de vecinos o un sistema de trasplante de órganos. Un supuesto completamente injustificado, aunque perfectamente compatible con la extendida confusión –ya presente en Hegel? entre lo abstracto y lo vago, de la que Rendueles parece participar, por ejemplo, cuando sostiene que «las disciplinas más metafísicas son con mucha diferencia aquellas empeñadas en el formalismo». Es exactamente al revés: para formalizar hay que definir, hay que precisar entidades, propiedades y relaciones. La abstracción, condición de posibilidad de la formalización, es siempre precisa: la afirmación «la mesa mide cinco metros» o la definición de «perro» son mucho más precisas (y abstractas) que la afirmación «la mesa es grande» o la (imposible) definición de «Buster» (un perro concreto).
En bruto. Una reivindicación del materialismo histórico
César Rendueles
En algún lugar, cuando la epidemia maoísta se propagó entre los intelectuales parisienses, Philippe Sollers dejó escrito que el marxismo-leninismo «era la única ciencia social». Sollers lo ignoraba todo sobre ciencia social y, por lo que le leí, casi todo sobre marxismo. Pero no estaba solo en aquellos años. Lo ilustra bien la historia de la tesis doctoral de Jon Elster, uno de los más competentes conocedores de la teoría social contemporánea. En 1968 acudió a París con la intención de que Louis Althusser le dirigiera su tesis doctoral, un intento de valorar la obra de Marx a la luz del conocimiento disponible y de la filosofía de la ciencia. No necesitó mucho tiempo para caer en la cuenta de que el marxista más famoso de la época no era su mejor mentor. Acabó defendiendo la tesis, Production et reproduction. Essai sur Marx, en 1972 ante Raymond Aron, su director, y Raymond Boudon, uno de los mejores sociólogos matemáticos; ambos liberales, si hay que adscribirlos ideológicamente. En todo caso, dos raros en aquel París. Son años en los que Elster también se familiariza con la economía normativa de la mano de Serge-Christophe Kolm, un marxista singular, con importantes contribuciones a la teoría de la justicia mediante herramientas de la moderna ciencia económica. Una década más tarde, aquella tesis cristalizaría en su Making Sense of Marx, obra que condensaba mejor que ninguna lo que será el programa del llamado marxismo analítico, una tasación de la obra del judío de Tréveris con la filosofía más exigente y la teoría social mejor contrastada1. La historia ha de completarse recordando que, años después, Althusser escribiría una suerte de autobiografía intelectual en la que reconocía que, en aquellos días, cuando señoreaba el marxismo europeo, tenía una cultura filosófica «de oídas» y que buena parte de su labor intelectual había sido fraudulenta, que era «todo artificios e imposturas, y nada más, un filósofo que no conocía nada de historia de la filosofía y casi nada de Marx». El mismo filósofo que había convertido en programa intelectual mostrar el carácter científico del marxismo acabaría declarándose un «ignorante total, tanto de Carnap, Russell, Frege, en consecuencia del positivismo lógico, como de Wittgenstein, y de la filosofía analítica inglesa»2, esto es, de las bases elementales de la filosofía de la ciencia.
El problema no era él. Tampoco, aunque un poco sí, como el mismo Althusser confesaba, esa «Francia, como siempre ignorante de todo lo que se hace más allá de sus fronteras»3 o, en el más ajustado diagnóstico, al menos geográficamente, de Pío Baroja (en 1925) de ese París que «necesita cada tres o cuatro años explotar una nueva forma literaria y lanzarla como quien lanza al mercado unas píldoras o un cinturón eléctrico»4. El problema era previo. Bueno, en realidad eran muchos los problemas, pero, entre ellos, el más destacado –si nos interesa la trama de las ideas– era el insensato propósito de acompasar filología y ciencia, de cuadrar dos lealtades: a los textos de Marx y a las reglas de la ciencia. Dos objetivos con serios problemas de compatibilidad, al menos en sus estrategias de fundamentación: la fidelidad filológica se calibra mediante la cita de autoridad; la solvencia científica, por los cánones convencionales de la lógica y la empiria. El segundo objetivo, de suyo, comporta la caducidad de las tesis a la luz de nuevos desarrollos o descubrimientos; el primero, al modo en que sucede con los textos religiosos, no es susceptible de revisión: si acaso, de reinterpretación.
Desde cierta perspectiva, En bruto supone un arqueo crítico con esas herencias. Su autor, César Rendueles, forma parte de las voces filosóficas radicales que, en la estela del 15-M y, sobre todo, de la aparición de Podemos, han hecho acto de presencia en el mundo editorial. Buena parte de la producción no ha pasado de ser un reciclaje de materiales que, en el mundo académico, dejaron de suscitar interés –si alguna vez lo suscitaron– hace ya bastante tiempo5. No siempre se trata de autores jóvenes ni, menos aún, de renovados puntos de vista, de reflexiones atentas a nuevos productos intelectuales o a nuevas propuestas institucionales. Con todo, hay algunas excepciones. Es el caso, por ejemplo, de José Luis Moreno Pestaña, con sus reflexiones sobre el sorteo como mecanismo democrático y, muy especialmente, del autor del trabajo aquí comentado. César Rendueles se ha ocupado de nuevos asuntos con nuevas herramientas (el espejismo digital en Sociofobia) o de asuntos de siempre con nuevas perspectivas (el capitalismo con el análisis de la ficción literaria en Capitalismo canalla). En el libro que nos ocupa vuelve al más clásico de los temas y con una tesis fuerte: una defensa del marxismo. Lo hace, eso sí, con una atención a la producción académica reciente. Del marxismo, conviene aclarar, como teoría social y, si se quiere, como filosofía social, no como filosofía política, en su dimensión crítico-normativa, moral.
Con mucha gracia, al principio de su ensayo, Rendueles, para ilustrar aquella patológica atmósfera, acude a una copla que escuchaba de niño en su casa: «el marxismo es una ciencia y no verdades de fe». Si no me equivoco, el fandango completo era: «Conciencia / ay mare cuánta conciencia / hace falta para ver / que el marxismo es pura ciencia / y no verdades de fe / ajenas a la experiencia». La copla, muy bien traída, describe ajustadamente el espíritu doctrinal que nutriría a aquel ambiente intelectual. Un espíritu que, como recuerda el autor, se cultivaba en dos géneros: el filosófico y el científico-social, el materialismo dialéctico (también conocido como diamat) y el materialismo histórico. Aunque la mayor parte de la atención del autor se concentra en el segundo, entretiene una parte del libro en recordarnos el despropósito del primero. Un despropósito con un eco muy prolongado. Y es que, si se piensa bien, no deja de resultar llamativo que buena parte –si no la mayor parte, que habría que comprobarlo– de las producciones sobre Marx las facturen los filósofos, como es el caso del propio Rendueles. Marx es un «clásico» presente tanto en las facultades de ciencias sociales como en las de filosofía. Algo bastante excepcional. Podía haber sucedido algo parecido con John Stuart Mill y, más tarde, con Friedrich Hayek, Ludwig von Mises o Amartya Sen, pero no sucedió; al menos, no con tal magnitud. En lo que sigue intentaré reconstruir esa herencia y hacer un balance obligadamente parcial a partir del ensayo de Rendueles, en particular de un doble guion que lo vertebra, y que resume en el prólogo Manuel Cruz: «la desconfianza en la capacidad científica de las ciencias sociales (y) la convicción de la potencia, conceptual y política, del materialismo histórico». Concentraré mi reflexión en la filosofía, el materialismo dialéctico, una filosofía «general» de la naturaleza y en la teoría social, el materialismo histórico. Para terminar, me detendré en algunas de las ideas sobre las ciencias sociales que sostienen la argumentación de Rendueles.
El materialismo dialéctico
Comenzaré por lo más desalentador e indescifrable, el territorio filosófico donde se concentraron los mayores doctrinarismos: el materialismo dialéctico. En trazo grueso, equivalía a conjugar una metodología dialéctica con una ontología materialista. Esta última queda elementalmente ejemplificada en la conocida apreciación de Marx en su prólogo de 1859 a la Contribución a la crítica de la economía política: «No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia». Más en general, el pie materialista vendría a decir que no hay otra realidad que la material, la única que admite propiedades y experimenta cambios, el sustrato último y explicación de cualquier fenómeno o experiencia.
El otro pie, el dialéctico, no es tan fácil de resumir. Pero hay que intentarlo, aunque sólo sea porque el autor de El capital, que nunca habló de «materialismo dialéctico», sí usó –y hasta con cierto orgullo– la fórmula «método dialéctico». Para describirlo, es costumbre acudir a una metáfora sugerida por él mismo: «darle la vuelta a la dialéctica de Hegel en clave materialista». La metáfora, tan eficaz como imprecisa –pues no se sabe muy bien en qué consiste eso de «darle la vuelta» a un método–puede interpretarse, con buena disposición, como la búsqueda de explicaciones que capturen las «leyes internas de desarrollo» de las cosas, en un sentido parecido a como se da cuenta del crecimiento de mariposa a partir de una larva, para seguir con el género poético. En algún sentido, para Hegel, la mariposa es la concreción del huevo y, a la vez, está contenida conceptualmente en él. El desarrollo histórico, temporal, que conduce de uno a otra, equivaldría a convertir en realidad (a concretar) lo que antes sólo era idealmente, a actualizar su potencia. Pero se trataría de una potencialidad en sentido fuerte, no como la piedra es potencialmente una estatua, sino como el feto es potencialmente un bebé. Bueno, en realidad, la ambición era aún más fuerte: que esos procesos materiales, temporales, sean como los lógicos, deductivos. La potencialidad sería todavía más fuerte que la del feto, sería como la que nos permite decir que el teorema de Pitágoras está contenido en los axiomas de Euclides, como la conclusión «Pedro es mortal» está contenida en las premisas «“Todos los humanos son mortales» y «Pedro es humano».
La explicación, en esas condiciones, sería una reconstrucción isomórfica con ese despliegue del ser. La explicación dialéctica nada tendría que ver con lo que normalmente entendemos en ciencia como deducción o compatibilidad de la teoría con los datos, sino con una suerte de reproducción en el plano de las ideas de la propia evolución del objeto, cuyo «desarrollo» interno –y necesario– capturaría la «teoría». El curso de la historia que, normalmente, asociamos a tramas causales (el tipo de relación que mantienen mi esfuerzo de ayer con mis agujetas de hoy) vendría a ser necesario (el tipo de relación que mantienen las premisas de una deducción con la conclusión: si A es mayor que B, entonces B es menor que A). En ese sentido, exagerado, podría decirse que la lógica se superpondría con el curso de la historia en un proceso en el que cada secuencia sigue a la anterior mediante su negación y superación, mediante contradicciones dialécticas: el huevo encontraría su negación en la larva; la larva, en la crisálida; y la crisálida, en la mariposa.
El espeso tremedal recorrido en los párrafos anteriores no es fácil de transitar sin anfetaminas. Quizá puede resultar inteligible a un idealista de la vieja escuela que participe de la convicción de que el ser (ese que se desarrolla) es de la misma naturaleza que la Idea: si no hay más que una cosa, la Idea, la explicación de esa cosa tiene que ser interna a ella misma, tiene que ser la exposición de su desarrollo. Para cualquier otro lector, estamos ante una indescifrable fanfarria que se nutre de una serie de confusiones y empeños imposibles, comenzando por la aspiración a una extravagante identidad entre la teoría y lo que quiere explicar: la realidad. Así, una buena teoría sobre la alimentación, antes que consistente, informativa, parsimoniosa, debería ser nutritiva, sazonada, digestiva, baja en calorías o congelable. No es la única rareza: la idea de contradicción nada tiene que ver con la contradicción lógica, con la operación (lógica y lingüística) de negación de una proposición, según la cual la negación de «este organismo es una larva» (p) es «este organismo no es una larva» (~p). La «contradicción dialéctica» es cualquier cosa menos precisa: unas veces se refiere a reflexión, otras a oposición o, incluso, a la simple distinción de conceptos. En su sentido más general, vendría a ser una suerte de contraposición material, de modo que la contradicción de «este organismo es un huevo» sería «este organismo es una larva» (con más detalle: la secuencia huevo-larva-crisálida-mariposa sería un ejemplo de sucesivas negaciones/contradicciones/superaciones). Obviamente, el proceso de «negación dialéctica» resulta bastante arbitrario, pues, mientras todos sabemos que la negación lógica del enunciado «esta es mi casa» (p) es el enunciado «esta no es mi casa» (~p), no se ve porque la negación dialéctica de larva es mariposa (y no larva muerta o cualquier otro estado de la larva).
Naturalmente, como suele suceder cuando la poesía se pone al mando, el programa condujo a verdaderos disparates intelectuales. Pretendían obtenerse unas supuestas leyes generales de la naturaleza, ontológicas. «Una ciencia de las leyes generales del movimiento y la evolución de la naturaleza, la sociedad humana y el pensamiento», por decirlo con Friedrich Engels en uno de los pasajes más desaforadamente entusiastas del Anti-Dühring. Ahí es nada: leyes no referidas a una investigación en particular (termodinámica, herencia, electromagnetismo), sino leyes, en general, por encima –o como fundamento– de las leyes normales de las ciencias normales. Por desgracia, con el tiempo, los disparates no sólo fueron intelectuales. Y es que, por su propia condición, tan «fundamental», a tales «leyes» se les otorgaba un estatus desmedido, incluso fiscalizador de la ciencia, y hasta de la vida. De modo que cuando los doctrinales se hicieron con el poder no dudaron en utilizarlas para decidir la solvencia de genuinas teorías científicas, como sucedió cuando la agricultura soviética apostó en contra de la buena ciencia genética y a favor de las tesis ambientalistas, lamarckianas, de Trofim Lysenko, supuestamente mucho más acordes con el diamat y, sobre todo, con las aspiraciones regeneracionistas del socialismo soviético: si las variedades de trigo, expuestas a las duras condiciones ambientales de Siberia, se habían podido «reorientar» hasta adaptarse, ¿por qué no esperar lo mismo de unos humanos egoístas poco dúctiles a los principios del socialismo? ¿Por qué no esperar en la mejora, por medio de la educación, de la especie humana?6
El tamaño de la locura no puede minusvalorarse. Desde cierta perspectiva, suponía desandar el camino iniciado con la revolución científica, un retorno a la escolástica tardomedieval7. Como entonces, para los fervorosos defensores del diamat, si la teoría empírica no encontraba «fundamento» filosófico irrebatible, se descartaba. Con ese estilo mental, que en siglo XIV había esterilizado la incipiente ciencia de las universidades de Oxford y París, rompió, implícitamente, la revolución científica del XVI, la de Galileo, y, explícitamente, Kant, al invertir el guion: la ciencia es lo prioritario, lo fundamental, y lo fiable; la filosofía, si acaso, llega más tarde y camina insegura, midiéndose con la ciencia. Sobre el trasfondo de una ciencia que funciona, con sus propios avales lógicos y empíricos, tasamos la calidad de nuestras conjeturas filosóficas8. La filosofía no decide en ningún caso la calidad de la ciencia. Sencillamente, no hay ninguna reflexión fundamental, absoluta, externa a la propia ciencia, en la que fundar el conocimiento. Con la eficaz imagen, ya clásica, de aquel marxista miembro fundador del Círculo de Viena, esto es, de la mejor concentración de filósofos por unidad de superficie que ha conocido la historia, Otto Neurath: la ciencia es un barco en perpetua navegación que, ante sus retos, debe apañarse con sus propios materiales, siempre en mar abierto, sin encontrar una tierra firme, unos astilleros trascendentales, un «más allá» en el que asegurarse para siempre9.
Hecha la advertencia, destacado el disparate, no está de más añadir que, en el caso de Marx, la aspiración (dialéctica) a que la propia teoría «reproduzca» (el curso de) lo que explica está en el origen, además de farragosas páginas –como en el primer volumen de El capital– que complicaban insensatamente la presentación de teorías perfectamente formulables con los procedimientos habituales de la ciencia10, de parciales hallazgos metodológicos que han podido resultar de provecho en distintas disciplinas. Sucedió, por ejemplo, en el caso de la biología de la primera mitad del siglo XX, cuando algunos investigadores de primera línea buscaron en algunas tesis dialécticas (evolución, emergencia, el todo es más que la suma de las partes) una guía heurística con la que ordenar su mirada sobre la naturaleza11. De hecho, andando el tiempo, algunas de esas tesis, al hilo de distintos desarrollos lógicos y matemáticos (teoría de conjuntos borrosos, lógicas paraconsistentes, «lógica de las paradojas», etc.) alcanzarían precisión y, de la mano de unos pocos, darían pie a formalizaciones de tesis ontológicas no desprovistas de cierto interés12. No cabe ignorar que existen procesos materiales que, por decirlo con el viejo léxico, avanzan «negándose a sí mismos», que su desarrollo se alimenta de sus propias dinámicas contradictorias. Es el caso de los descritos por Nassim Taleb como antifrágiles, como, por ejemplo, aquellos que se resumen en la apreciación del ciego en el Lazarillo de Tormes, según la cual «lo que te enfermó te sana y da salud», esto es, la enfermedad como un método controlado de curación: las vacunas víricas o bacterianas; dosis limitada de veneno como antídoto preventivo; exposición a una enfermedad para curar otra (la infección de malaria para curar la sífilis, muy común hasta los años veinte)13. Tampoco cabe ignorar, en el activo, que Marx, como investigador social, encontró en Hegel, en el Hegel de «lo verdadero es lo completo», un modo de vertebrar intuiciones metodológicas propias de la historiografía: en particular, la idea de abordar el conocimiento de lo concreto con afán totalizador, integrador, multidisciplinar, como una composición de las abstracciones proporcionadas por las distintas ciencias especiales. Una sensata consideración que conviene recuperar de vez en cuando ante la recurrente tentación de «explicar» el menor acontecimiento histórico a partir de los genes, la estructura de derechos de propiedad, el neocórtex frontal, cuando no el carácter nacional14.
Y poco más. El énfasis en el otro pie del diamat, en la ontología, en el «materialismo», a estas alturas, importa poco. En realidad, su prolongado eco en la tradición marxista, sobre todo, es responsabilidad de un Lenin que, con un desprecio militante por el matiz15, se enredó en discusiones que le desbordaban; sin ir más lejos, nada menos que con Ernst Mach, un verdadero gigante científico y filosófico, a quien, por urgencias políticas difíciles de entender en nuestros días, se sintió en la necesidad de incluir en el mismo lote «idealista» que George Berkeley: para todos ellos, la realidad consistiría únicamente en la mente y sus ideas16. Del resto, de cultivar sus deficiencias y de decorarlas en un eco interminable, se encargaría la Tercera Internacional, con un dogmatismo insuperable. Por supuesto, siempre podemos encontrar algún departamento universitario entregado a cultivar el género (por ejemplo, la arqueología dialéctica), porque hay gente para todo y a veces cuesta apearse de las mitologías de juventud, pero eso son trastornos circunstanciales, alejados del buen hacer investigador.
Las viejas reflexiones, revisitadas ahora, resultan casi ininteligibles. Los debates contemporáneos poco se parecen a los de hace cien años, entre otras cosas por un desplazamiento de las investigaciones de referencia desde la física a las ciencias cognitivas: la preguntas acerca de la naturaleza última de la realidad material ha sido sustituidas por las preguntas acerca de la relación entre –si es que cabe la distinción– la mente y el cuerpo. Cuando volvemos sobre las viejas polémicas, resulta difícil sustraerse a un sentimiento de melancolía por las energías perdidas en veredas estériles, completamente ajenas a la reflexión filosófica cabal. Y las energías fueron muchas, cosa que, por lo demás, no puede extrañar si se asume que, en cada una de las disputas, parecía dilucidarse el futuro de la humanidad, si se está convencido, con Lenin y el penúltimo Althusser, de que «la filosofía es la lucha de clases en la teoría»17. Un mundo completamente ajeno al nuestro. Sencillamente, no hay continuidad entre las inquietudes que alimentaban idealismos como el de Hegel y las que inspiran a los contemporáneos dualistas o pluralistas ontológicos, sus potenciales herederos, como, puestos a decirlo todo, tampoco hay continuidad entre los retos de los viejos materialismos y los de los modernos fisicalismos, el otro lado de la supuesta barricada18.
César Rendueles no recorre en detalle el trayecto reconstruido en los párrafos anteriores, aunque su diagnóstico es parecido. Reconoce el componente doctrinario y tosco del materialismo dialéctico, «una degradación ideológica de los textos fundacionales de Plejánov y Lenin –dos revolucionarios rusos de principios del siglo XX– que, para qué vamos a engañarnos, tampoco destacaban por su sutileza» y enfatiza la distancia entre los viejos debates y los contemporáneos, los propios de una filosofía moderna que «en su totalidad» es materialista, que incluso en sus variantes críticas con los fisicalismos más reduccionistas, es decir, incluso cuando niega que «los estados mentales sean idénticos a los estados cerebrales […] no postula la existencia de entidades espirituales paralelas». En el trazo grueso no se puede sino coincidir, aunque, en el detalle, no estaría yo tan seguro acerca de la extensión del consenso. «Materialista» es palabra de poco tráfico entre filósofos competentes19 y aún menos si desplazamos la mirada de la ontología a la epistemología, a las discusiones en torno al realismo de las teorías, a si las teorías describen como es realmente un mundo que está ahí con independencia de nuestras ideas o son simples artificios que se justifican por su vigor predictivo, otro asunto sobre lo que también versaban –aun sin saberlo, sin autoubicarse en ese registro– los debates en que se enlodaron Lenin y sus herederos filosóficos en sus rudimentarias defensas del materialismo. Para muestra, un botón, el más grande: hemos visto al filósofo de la ciencia más influyente de los últimos años, Hilary Putnam, abandonar su temprano realismo metafísico y monista.
Los materialismos históricos
El autor, una vez que se desprende del lastre del diamat, orienta el foco hacia donde sí cree que hay algo que rascar: a una reivindicación del materialismo histórico que arranca con una crítica a las versiones idealistas de la historia, en particular aquellas que sostienen que los cambios en la mentalidad, en las ideas, están en el origen de los cambios sociales. La secuencia causal correcta, según Rendueles, sería exactamente la contraria, la propia del materialismo histórico: de las condiciones materiales a las ideas. Una tesis, en sentido general, casi trivialmente verdadera, de sentido común. En todo caso, quienes pueden tener problemas con ella son aquellos activistas políticos –como el propio Rendueles? que, en algún momento, han de enfrentarse a la inconsistencia pragmática de hacer compatible la tesis de la prioridad de las condiciones materiales con sus intentos de cambiar el mundo, difíciles de entender si no se concede a las ideas algún potencial transformador. Resultaría una cruel ironía que, por devociones materialistas, quedasen en la incómoda compañía de aquellos personajes que consagró –según se dice, que no es seguro– para la historia Thomas Carlyle en su conocida consideración sobre la Enciclopedia: la segunda edición se encuadernó con la piel de los que se burlaron de la primera «porque solo contenía ideas».
Rendueles no aborda este reto. Antes al contrario, curiosamente, incluso descalifica –por «neoidealistas contemporáneos», por despreciar la obvia prioridad de las condiciones materiales– a autores que, al referirse a los cambios del mundo, subrayan la eficacia causal de los cambios tecnológicos, la capacidad transformadora de la tecnociencia. Así, descalifica por idealista a Beth Noveck, autora de una charla TED sobre procesos tecnológicos que permiten transformar la relación entre gobierno y ciudadanía: «la explicación de esta extraña conducta es que Beth Noveck es administradora de tecnologías de la Casa Blanca». Cuesta entender esa consideración ad hominem. En realidad, como sucede en otros pasos del libro, pareciera que el autor se deja llevar por precipitadas consideraciones políticas y, con un proceder no infrecuente entre filósofos de mente ambiciosa, cuando no le gusta una idea, trata de empotrarla en un guion compartido con aquellas otras (políticas económicas, leyes antiterroristas o teorías sociales) que no le parecen bien, venga o no a cuento20. La consideración acerca de los quehaceres de Noveck, salvo para conocer que a Rendueles le parecen mal, obviamente, no añade nada, pero, en todo caso, lo que no acaba de entenderse es la descalificación por «idealista». Y es que hay poco más marxista que la apelación a la fuerza transformadora de los cambios tecnológicos21. Marxista y no marxista. Investigaciones académicas reconocidas han mostrado la plausibilidad de las relaciones causales entre la técnica de la escritura alfabética y el milagro griego, el estribo y el orden estamental del feudalismo, las gafas y la llegada del Renacimiento, la generalización del automóvil o la píldora y el cambio en las pautas sexuales y en las ideas en torno a ellas. Y lo que nos queda por ver.
En todo caso, estas precipitadas digresiones no debilitan ni la pertinente crítica al idealismo descrita ni la reivindicación del materialismo histórico, el otro pie de la producción heredera de Marx –la teoría social–, sobre la cual concentra Rendueles buena parte de su atención. Una atención, cierto es, dispersa o, mejor dicho, desenfocada, como si no acabara de trazar el perímetro de su asunto. Y es que, por lo que sea, quizá porque el libro procede de artículos de varia intención aparecidos en su mayoría en revistas de universidad, no acaba de acotar el campo, el dominio de referencia del materialismo histórico.
En todo caso, esa circunstancia es también un modo de reconocer la convivencia en la obra de Marx de dos reflexiones de distinta naturaleza que, no sin cierta arbitrariedad, cabría agrupar bajo el rótulo común de «materialismo histórico»: 1) Una concepción general del mundo social, una heurística, que sugiere abordar la intelección de los procesos sociales asumiendo la prioridad causal de las circunstancias materiales, ambientales, tecnológicas, energéticas, económicas e institucionales, de la base material sobre la superestructura, por decirlo toscamente (algo así como el modelo mecanicista-atomista en la ciencia del siglo XVIII o el evolucionista en la del XIX); 2) una(s) teoría(s) sociales específicas inspiradas en esa concepción general perfectamente aceptables según los criterios de la moderna ciencia y que, en lo esencial, describen mecanismos endógenos en la sociedad capitalista que contribuyen a su propia destrucción. Entre esas teorías destaca una teoría de alcance intermedio –que diría Robert K. Merton– sobre el cambio social en general, una teoría de la historia, el materialismo histórico en sentido más estricto. Rendueles, además, añade un compromiso con antropologías naturalistas muy de apreciar, dados los menesterosos precedentes de la tradición en la que se enmarca su investigación22. Veamos con más detalle los dos géneros y sus variaciones.
El programa de investigación
El primer género –el programa de investigación materialista– resulta indiscutiblemente sensato. Tan sensato que le parece bien a todo el mundo. La heurística de «para entender los comportamientos humanos es conveniente comenzar por estudiar las condiciones materiales de existencia» está lejos de compartir el mismo referente con las investigaciones inspiradas en la tradición marxista. La disposición está en Marx, pero también en otros clásicos anteriores, como Montesquieu, Buffon o Jefferson, que defendieron la conveniencia de explicar los comportamientos a partir de las circunstancias ambientales. Y desde entonces, legión. En ese sentido, resulta difícil compartir la apreciación de Rendueles según la cual «las dinámicas históricas lentas y de largo recorrido (una “hipótesis” que asocia al materialismo histórico) tienden a ser infravaloradas frente a las explicaciones de la realidad basadas en la voluntad y la subjetividad de sus protagonistas». Las apelaciones a la ecología (Eugene Odum, Marvin Harris), a la biología evolucionista (Jerome H. Barkow, Leda Cosmides y John Tooby; Robert Boyd y Peter J. Richerson; Luigi Luca Cavalli-Sforza y Marcus W. Feldman) a los recursos tecnológicos/materiales (Lewis Mumford, Ian Morris) o a las circunstancias económico-institucionales (Douglass North, Geoffrey Hodgson, Daron Acemoglu y James E. Robinson) son de uso extendido entre reputados teóricos sociales ajenos al materialismo histórico. Reputados académicamente y hasta populares, tanto que no es raro encontrar sus libros en las librerías de los aeropuertos.
Reprochar a Rendueles por aquello de lo que no se ocupa, por no mencionar a ciertos autores, no resultaría lícito si no fuera porque una y otra vez a lo largo del libro se muestra pesimista acerca del estado de las ciencias sociales e insiste en la singularidad del materialismo histórico. Visto lo visto, no parece ser el caso: el materialismo histórico está en honrosa y sobrada compañía. Por no mencionar, ni siquiera menciona a Samuel Bowles y Herbert Gintis, algo que sorprende, no ya porque se trata de economistas que sin muchas torsiones cabría entroncar en la tradición marxista, sino porque, además, su quehacer, bien asentado en el naturalismo antropológico, cauteloso respecto al modelo del homo œconomicus, y su perspectiva no retóricamente multidisciplinar, responden bastante bien a las inquietudes de Rendueles23. No quisiera pensar que la omisión tiene que ver con las prevenciones del autor respecto a la teoría de la racionalidad, las matemáticas y la economía estándar, herramientas que manejan con soltura Bowles y Gintis. Eso no haría más que confirmar que Rendueles, en ocasiones, se precipita al despachar sumariamente una teoría social con la que no siempre parece que acabe de estar familiarizado24. Volveré sobre estas prevenciones que están en el origen de su valoración pesimista de la teoría social.
El énfasis en la singularidad del materialismo histórico no es el único aspecto en que, cuando alcanza precisión, se hace difícil seguir la justificada reivindicación del programa materialista del autor. Sucede también cuando contrapone el enfoque materialista a «las teorías causales basadas en razones», como las de Weber o la teoría de la elección racional, esto es, la teoría que toma como punto de partida las interacciones entre agentes racionales egoístas (o, para ser más precisos, que maximizan su función de utilidad). Si lo he entendido bien, según Rendueles, estas teorías, que explican las acciones de los agentes a partir de sus razones, caerían del lado idealista, pues parecerían asumir una secuencia causal opuesta a la del materialismo histórico: desde las ideas a las circunstancias materiales. Si es eso lo que está diciéndose, el autor confunde, a mi parecer, una discusión teórica con una metodológica y, en ese sentido, su contraposición está fuera de lugar. Y es que «las teorías causales basadas en razones» no son teorías sociales, no establecen conjeturas empíricas entre dos variables (entre religión y suicidio, por ejemplo), sino teorías metodológicas o formales (modelos de explicación intencionales) compatibles con teorías materialistas o idealistas. En este contexto, la referencia a Weber o a la teoría de la acción racional resulta completamente irrelevante. Son simplemente teorías (materialistas o no) que hacen uso –como tantas otras– de ese modelo de explicación intencional.
Permítanme ilustrar lo que quiero decir ampliando la perspectiva a otros patrones explicativos. Dos médicos podrán discrepar acerca de por qué le duele la cabeza a un paciente (tendrán dos teorías distintas: estrés, traumatismo), pero los dos estarán de acuerdo en explicarlo causalmente, en que el dolor tiene una causa (compartirán modelo de explicación). Dos biólogos, en desacuerdo al dar cuenta del por qué los humanos tenemos cabello (o lenguaje), coincidirán en que alguna función (ventaja adaptativa) debe tener. Y dos teóricos sociales, en desacuerdo acerca de la explicación del embotellamiento del tráfico en una ciudad, estarán de acuerdo en que responde a la interacción entre agentes que se mueven por razones (por ejemplo, porque creen que hay una invasión marciana, o que se ha extendido un virus, o que van a privarles de la nacionalidad, etc.). Cada uno de ellos apela a razones (creencias) distintas, pero todos ellos explican a partir de razones. Apelar a las razones de los agentes (a su eficacia causal) es simplemente una elección metodológica perfectamente compatible con una teoría materialista (o con una idealista). Teorías o explicaciones brutalmente materialistas acuden, inevitablemente, a agentes que actúan por (sus) razones. La explicación («materialista») de la Revolución Rusa de febrero de 1917 como resultado del excepcional buen tiempo de aquel mes en San Petersburgo no puede prescindir de unos individuos que, a partir del conocimiento de esa circunstancia, deciden salir a la calle25. Teorías tan materialistas como la del imperialismo ecológico26 que, para dar cuenta del vigor (destructivo) de Europa, acude a las enfermedades de los conquistadores, ante las que los conquistados carecían de defensas, encuentran su sostén último en interacciones entre individuos: la enfermedad es el subproducto de las acciones de agentes que naturalmente «actúan a partir de (sus) razones»: quieren obtener más riquezas, convertir infieles, huir de su pasado, etc. En breve: no hay teoría social, materialista o no, que, en un momento u otro, no recale en las interacciones entre individuos, cuyas acciones se rigen por creencias y deseos, por razones.
La contraposición de Rendueles entre los idealistas (de la racionalidad, de la actuación a partir de razones) y el materialismo histórico parece superponer o equiparar dos asuntos distintos: el teórico, la relación de la base material (ecológica, económica, etc.) con la superestructura; y el metodológico, el tipo de relación explicativa entre las «leyes generales» y los sucesos particulares a explicar. Dos, cuando no tres, porque a veces parece equiparar los dos problemas descritos con el de la formalización, con el uso de las matemáticas. También volveré sobre esta ausencia de distinción de planos y sobre algunas de sus implicaciones al valorar la teoría social.
La teoría social
El otro género cultivado por el materialismo histórico pertenece directamente al negociado de la teoría social. Se trata de una serie de conjeturas, de las que el autor no se ocupa sistemáticamente –salvo en el caso, muy especial, de la teoría de la historia– que, de alguna manera, traducen a un lenguaje preciso –de teoría social– el guion hegeliano, ese curso de la historia acompasado con la lógica, que avanza resolviendo sus contradicciones internas. Eso sí, sin adherencias especulativas. Las contradicciones dialécticas y la rimbombante «necesidad» de la historia en la senda de la realización de la razón se mudan en la obra de Marx en austeras conjeturas sobre dinámicas endógenas al capitalismo que conducen a su destrucción, dinámicas que explicarían cómo los gérmenes del socialismo se incuban en la entraña del capitalismo. En ese sentido, Marx no dejaría de ser sino un pulcro heredero de la escuela escocesa, de Adam Smith, y su teoría de los cuatro estados: la evolución de las sociedades según la secuencia caza-pastoreo-agricultura-comercio27. Eso sí, sin resabios de filosofía de la historia. Estamos ante genuinas conjeturas susceptibles de control empírico y analítico que describen mecanismos sociales en el sentido moderno de la reflexión metodológica, como secuencias causales que producen regularmente ciertos resultados28.
El primer mecanismo, de naturaleza económica, es la llamada ley de caída tendencial de la tasa de beneficio. En su presentación habitual, aparece comprometida con la teoría del valor-trabajo, según la cual la fuente de valor de las mercancías –y la explicación última de los precios– es la cantidad de trabajo (directo e indirecto) incorporado en su producción. La competencia induciría a los capitalistas a sustituir trabajo por maquinaria, con el resultado imprevisto (no deseado) de que socavarían su fuente de beneficio. El comportamiento individual (y racional, orientado a maximizar beneficios) de cada uno de ellos, generalizado, explicaría la caída del beneficio, efecto indeseado por todos los burgueses y, a la vez, resultado (agregado) de la acción de cada uno de ellos. El segundo mecanismo describiría la naturaleza (supuestamente) limitada de la expansión capitalista: mientras, por una parte, el capitalismo desata necesidades de consumo, por otra, se muestra incapaz de satisfacerlas, tanto por su propia condición explotadora, derivada del sistema privado de apropiación, como por las limitaciones que impone al potencial productivo (al frenar el crecimiento de las capacidades productivas, incluido el desarrollo de los talentos humanos). Un tercer mecanismo se refiere a la acción colectiva: el desarrollo del capitalismo, al expandir la gran empresa, propicia las condiciones (el trato continuo entre los trabajadores en la gran fábrica) para la revolución por parte de una clase obrera que reúne la condición de socialmente mayoritaria, indispensable, en tanto fuente de la riqueza colectiva, explotada, y beneficiaria de la revolución; esto es, el propio capitalismo, en su crecimiento, propiciaba la aparición tanto de las circunstancias como de los protagonistas de su final29.
Ninguna de esas teorías resulta sostenible hoy. Eso sí, podemos precisar sus dificultades y, de resultas –entre otras cosas– de reconocerlas, se han producido avances importantes en la investigación social. Por mencionar tan solo los dos más destacados: en economía, el enfoque reproductivo de David Ricardo-Piero Sraffa, cultivado, sobre todo, entre los economistas de Cambridge30; en sociología, la teoría de la acción colectiva y de la revolución31. Y, en ambos casos, las matemáticas han ayudado mucho a pulir los productos32. Esto es, estamos ante conjeturas perfectamente asumibles en la teoría social convencional. Ni mejor ni peor que cualquier otra. En ningún caso superior o especial, como parece desprenderse de la tesis que sostiene el libro, según el resumen ya citado del prologuista: desconfianza en las ciencias sociales y convencimiento «de la potencia, conceptual y política, del materialismo histórico».
La teoría de la historia
Al cuarto mecanismo, la teoría de la historia, el autor le dedica reflexiones más sistemáticas. Con pertinencia, acusa recibo de una de las más interesantes discusiones que en torno a ella se desataron hace ya casi tres décadas. Conviene recordarla con algún detalle, no sólo por su calidad filosófica, sino porque, al situarse en los terrenos de la teoría de la ciencia, nos pone en la pista de algunos de los problemas antes avanzados. El arranque hay que buscarlo en el extraordinario trabajo de Gerald Cohen, La teoría de la historia de Karl Marx. Una defensa, obra que abordaba una reconstrucción del núcleo teórico marxista en clave funcionalista tomando como punto de partida –aunque no exclusivamente– una de sus exposiciones más sintéticas: el prólogo ya mencionado a la Contribución a la crítica de la economía política, donde se afirmaba la existencia de una «contradicción» –para decirlo con el léxico de Marx, resultaría más preciso hablar de «tensión» o «conflicto»– entre relaciones de producción y fuerzas productivas, contradicción que actuaría como motor de los procesos históricos, como, por ejemplo, al desencadenar el tránsito de una sociedad feudal a una sociedad capitalista y, posteriormente, a la sociedad socialista.
Para aclarar la idea, no está de más recordar que Marx estableció su conjetura sobre el horizonte de «la transición desde el feudalismo al capitalismo», un asunto sobre el que volverá recurrentemente la historiografía de inspiración marxista –y la economía33– cuando quiera dotar de cierto vuelo teórico sus reflexiones: la expansión del comercio y de la incipiente industria se veía embridada por un régimen señorial que impedía, con peajes y tributos, el movimiento de mercancías, y frenaba, con relaciones de dominio personal, de servidumbre, la aparición de un mercado de trabajo. El crecimiento de fuerzas productivas estaba limitado por las relaciones de propiedad: se ahogaba el desarrollo económico, el progreso y el bienestar. Para Marx, la tensión, a la larga, resultaba insostenible y, al final, el proceso se decantaba siempre del lado del progreso, cuando las fuerzas productivas impusieran su ley, haciendo estallar las relaciones de producción. Y ese mismo mecanismo operaría en la transición desde el capitalismo al comunismo: circunstancialmente, la propiedad privada limitaba el desarrollo de las fuerzas productivas e impedía la abundancia, condición de posibilidad de la futura sociedad comunista34.
Cohen, formado en la mejor filosofía de la ciencia, la cultivada por la tradición analítica, nos recordará la anatomía de esa explicación: en el mismo sentido en el que las espinas de las plantas cumplen la función de evitar la pérdida de agua en el desierto, las relaciones de producción resultan útiles y perduran mientras permitan el crecimiento de las fuerzas productivas. Dicho en plata, el materialismo histórico se manejaba con explicaciones funcionales: la disposición de un suceso del tipo E para producir sucesos del tipo F explica la ocurrencia de un suceso de tipo E en una situación particular35. Por así decir, Marx, en método, iba de la mano de los funcionalistas.
La tesis de Cohen daría pie a una polémica con otros marxistas analíticos –destacadamente, Jon Elster– que sostenían que el materialismo histórico, más temprano que tarde, tenía que encontrarse con el individualismo metodológico, con explicaciones de los procesos sociales que toman como punto de partida interacciones entre agentes racionales que actúan a partir de sus creencias y sus querencias (en la caracterización de Rendueles, idealistas, las de «Weber y la teoría económica»). El debate tuvo muchas idas y vueltas, entre otras cosas, porque la contraposición resultaba menos radical de lo que parecía. De hecho, Cohen, al justificar el impulso sostenido al desarrollo de las fuerzas productivas, recalaba en una antropología filosófica muy cercana a la de los economistas: el individuo racional que, enfrentado a situaciones de escasez, intenta mejorar su situación36. Es más, los modelos funcionales, sin mucha distorsión, podían reconstruirse parcialmente en un marco conceptual común a la economía convencional, al menos en dos de sus componentes más importantes: 1) El nivel de las fuerzas productivas determina las relaciones de producción que resultan óptimas; b) Las relaciones de producción son lo que son porque son óptimas para el desarrollo de las fuerzas productivas.
Aunque la controversia tuvo cierto recorrido, con las acostumbradas sutilezas de la filosofía analítica, desde el punto de vista operativo, de su entronque con la historiografía real, no fue muy allá. Sencillamente se manejaba en un plano de abstracción que complicaba su control empírico37. De hecho, algunos años más tarde, el propio Cohen admitiría el problema o, al menos, una de sus implicaciones: «Ahora no creo que el materialismo histórico sea falso. Más bien se trata de que no estoy seguro de cómo podemos decir si es verdadero o falso»38. Con ese reconocimiento, Cohen no hacía más que constatar la dificultad, acaso insalvable, del género de la teoría de la historia: relacionar esas leyes tan generales, que describen el funcionamiento de la base material (la relación entre relaciones de producción y fuerzas productivas: en su léxico, las estructuras), con los datos, con los acontecimientos, sucesos, estados o procesos a explicar. El reto llega, por ejemplo, en el momento de relacionar tales leyes con los datos que configuran una crisis en tal o cual región en el siglo XVI.
A mi parecer, buena parte del problema deriva de la dificultad para compatibilizar (plausibles) teorías sobre el funcionamiento de sistemas (económicos, ecológicos) con explicaciones históricas. Más exactamente, el reto principal consiste en precisar el tipo de relación metodológica entre una teoría de alcance general (la tesis de la contradicción entre las relaciones de producción y las fuerzas productivas) y los sucesos particulares a explicar: mientras el funcionamiento de la base (las estructuras) quedaría normalmente descrito mediante «leyes generales», la explicación de los acontecimientos se aborda mostrando los mecanismos, la secuencia causal, los engranajes (actores, deseos, creencias y oportunidades) que están en el origen de los sucesos particulares, del explanandum. Una solución posible consiste en entender las leyes sobre las condiciones materiales (que describen el funcionamiento de la base) en un sentido parecido a como entendemos las leyes sobre condiciones de equilibrio de los ecosistemas: establecen las constricciones a los comportamientos de los agentes (los habitantes del ecosistema) sin asumir ningún supuesto (sobre racionalidad, disposición al equilibrio) sobre el comportamiento de éstos. Las leyes generales, en ese sentido, no reposarían en supuestos intencionales. Las estructuras dibujarían las constricciones en que han de desenvolverse las acciones39. El error consistiría en pretender «deducir» –por lo derecho– a partir de las leyes sobre las condiciones materiales las conductas o los comportamientos, como sucede con las «explicaciones» de una acción particular de una persona (comprarse un coche) que invocan el capitalismo (o los genes o el patriarcado).
A su manera, Rendueles también parece reconocer el problema. Por ejemplo, cuando sostiene que «incluso si estamos plenamente convencidos de que ciertos procesos históricos son más estables o duraderos que otros, eso no significa que los límites estructurales sean inmediatamente más explicativos que los mecanismos individuales», o que «las estructuras no son explicativas en el mismo sentido en que el impacto de una bola de billar explica el movimiento de otra. Es necesario en cada caso reconstruir la historia causal de cada acontecimiento particular que pretendemos explicar». Pero, por lo que sea, quizá por su ya mencionada dificultad para distinguir entre los planos metodológicos y los teóricos, no siempre se muestra consecuente con esas consideraciones y, a pesar sus advertencias contra las tentaciones simplificadoras de apelar a «las estructuras», con frecuencia no duda en tirar por lo directo de la base a las ideas, incluso al precio de incurrir en la falacia ecológica, en «explicar» un caso (las ideas de X) a partir de las características (sociales) del grupo al que pertenece, como sucedía con el ejemplo citado de la administradora de tecnologías de la Casa Blanca. Un mal hacer que se muestra también en distintas digresiones políticas que sazonan su argumentación, como cuando afirma que «la noción de “entramado terrorista” desarrollada desde la Audiencia Nacional en los años noventa y que condujo a muchas personas cercanas a la izquierda nacionalista vasca a prisión, se basaba en buena medida en metáforas funcionalistas». La velocidad y el tocino. Un despropósito que, naturalmente, no documenta ni rozando una sentencia judicial. No es el único momento en que consideraciones filosóficas, más o menos sensatas, se ven degradadas con cómplices urgencias políticas, forzados ejemplos, estadísticas retóricas o juicios sumarios.
Y, puestos a completar el mapa, tampoco creo que sean ajenas a la superposición de planos de discusión (teóricos y metodológicos) sus toscas descalificaciones de las matemáticas en las ciencias sociales («la economía matematiforme»), en las que parece asumir que la formalización sólo puede ocuparse de «leyes generales», como si las matemáticas estuvieran vetadas para tratar escenarios particulares, como si no pudiera abordarse con programación lineal el tráfico de una ciudad, con ecuaciones múltiples un sistema de explotación feudal de la India o con teoría de juegos una batalla militar, una disputa de vecinos o un sistema de trasplante de órganos. Un supuesto completamente injustificado, aunque perfectamente compatible con la extendida confusión –ya presente en Hegel? entre lo abstracto y lo vago, de la que Rendueles parece participar, por ejemplo, cuando sostiene que «las disciplinas más metafísicas son con mucha diferencia aquellas empeñadas en el formalismo». Es exactamente al revés: para formalizar hay que definir, hay que precisar entidades, propiedades y relaciones. La abstracción, condición de posibilidad de la formalización, es siempre precisa: la afirmación «la mesa mide cinco metros» o la definición de «perro» son mucho más precisas (y abstractas) que la afirmación «la mesa es grande» o la (imposible) definición de «Buster» (un perro concreto).