¿Quién habla hoy aún del exterminio de los armenios? Hitler, 22 de agosto de 1939.

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Col. Rheault
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¿Quién habla hoy aún del exterminio de los armenios? Hitler, 22 de agosto de 1939.

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LA CUARTA PÁGINA

Armenia: el primer genocidio del siglo XX

Todavía siguen vigentes las ideas de dos destacados intelectuales turcos, Pamuk y Dink, que ponen en cuestión la negativa oficial a reconocer un horrible crimen contra la humanidad cometido hace ahora cien años

Antonio Elorza 25 MAR 2015 - 00:00 CET



¿Quién habla hoy aún del exterminio de los armenios?. La frase de Hitler, pronunciada el 22 de agosto de 1939, aludía a la inminente campaña de Polonia y anunciaba la dimensión genocida de su política de guerra, culminada con la Shoah. Años atrás, la matanza de los armenios había herido la sensibilidad de un joven judeopolaco, Rafael Lemkin, quien en lo sucesivo empleará todos sus esfuerzos para crear una normativa internacional dirigida a impedir la repetición de tales crímenes. Más aún tras subir Hitler al poder. No lo consiguió y ello supuso que en Núremberg los crímenes nazis fueran condenados desde la inseguridad de normas establecidas ex post facto. Y a pesar de que Lemkin obtuvo la sanción por la comunidad internacional del crimen de genocidio, tampoco ese logro personal significó la puesta en marcha de una jurisdicción universal efectiva para su castigo, salvo en casos de debilidad del Estado culpable (Ruanda, Serbia).

La tragedia armenia de 1915 responde puntualmente a la definición del genocidio por Lemkin. Fue la puesta en práctica de un conjunto de acciones criminales, con el propósito logrado de destruir un pueblo, a partir de un plan preconcebido desde supuestos ideológicos racistas y con medidas complementarias del aniquilamiento físico, tales como una expropiación generalizada. El procedimiento empleado consistió en conjugar la eliminación sistemática de la población masculina con una deportación masiva de ancianos, mujeres y niños, obligados a recorrer a pie cientos de kilómetros, en verano y en el secarral anatolio, sin apenas recursos y sometidos a las agresiones de paramilitares, bandas kurdas y de los propios guardianes. Para acabar en campos de concentración (Alepo) o de exterminio (Deir-es-Zor). El balance más aceptado habla de 1,2 millones de muertos sobre una población previa superior a dos millones. Al término de la Guerra Mundial, con el Imperio derrotado, las autoridades otomanas hacían una estimación de 800.000 víctimas. Mustafá Kemal admitió la cifra y condenó “el exterminio de los armenios”.

La determinación del genocidio correspondió al Gobierno nacionalista de los jóvenes turcos, quienes en la revolución constitucionalista de 1908 parecieron compartir la idea de una ciudadanía igualitaria con las minorías étnico-religiosas (griegos, armenios, judíos). Hasta entonces, estas convivían bajo la autocracia del sultán en una situación de pluralismo subordinado. Subordinado, porque del mismo modo que existía la superioridad del estamento militar (askari) sobre la masa civil (reaya, literalmente “el rebaño”), en el plano jurídico la población musulmana (turca) prevalecía sobre las minorías, calificadas peyorativamente hasta hoy como yaurs, infieles. La tolerancia otomana tenía además la contrapartida de que cualquier disidencia frente a su dominación desencadenaba una acción punitiva implacable. Las insurrecciones nacionalistas del siglo XIX en los Balcanes fueron ocasión de comprobarlo, y generaron de paso una creciente desconfianza frente a los armenios, cuyo núcleo principal de asentamiento, al margen de Constantinopla, se encontraba aislado en Anatolia oriental. De ahí que cuando el Congreso de Berlín, por el artículo 61, conminó al sultán Abdulhamid II a otorgar reformas a los armenios y protegerles de kurdos y circasianos, el resultado acabó siendo el contrario. Allí donde se esperaban reformas, lo que hubo en 1894-1896 fueron matanzas con decenas de miles de víctimas, repetidas en 1909.

Además el proyecto de modernización política de los jóvenes turcos pronto rechazó el pluralismo, para imponer, desde un nacionalismo militarista, una sociedad turca racial y culturalmente homogénea. Turquismo e islamismo eran los dos pilares en la concepción del ideólogo del movimiento, Ziya Gökalp, autor citado por Erdogan. Las minorías habían de aceptar la superioridad del hombre turco; en caso contrario, la “nación dominante” se liberaría de “elementos cuya deslealtad era evidente”, protegiéndose así de “los pueblos extranjeros” habitantes del Imperio. El principio de la política genocida quedaba asentado. Únicamente faltaba que la derrota otomana por los Estados balcánicos en la guerra de 1912-1913 provocase un éxodo de musulmanes a Anatolia y la consiguiente frustración del vértice militar joven turco, para que el odio al yaur se tradujese en voluntad de aniquilamiento. Así fue cómo sus líderes, Enver Pachá y Talât Pachá, en el Gobierno tras la derrota y fieles a la ideología racista, vieron en la entrada del Imperio en la gran guerra la oportunidad para su ejecución.

Tras “largas y serias deliberaciones” (Talât) la dirección joven-turca, el Comité de Unión y Progreso (CUP) resolvió definitivamente en marzo de 1915. Siguió la detención de cientos de notables armenios en Constantinopla —de 200 a 650—, la noche del 24 de abril, deportados o asesinados. La única mujer en la lista, la escritora Zabel Yesayan, logró huir; murió en 1940 en el Gulag. La comunidad quedaba descabezada. El 27 de mayo, por iniciativa de Talât, ministro del Interior, el Gobierno decide la deportación general para los armenios en Anatolia oriental. Pero el proceso se inicia mucho antes, en enero-febrero de 1914, cuando Enver Pachá, ministro de la guerra, crea la Organización Especial (OE), formación paramilitar antiseparatista. Los griegos serían sus primeros blancos. En agosto de 1914, el CUP activa la OE para ocuparse de “las personas a eliminar en la patria”, cometido que queda verosímilmente perfilado para los armenios en objetivos y procedimientos desde diciembre, con Talât y el responsable de la OE, Bahettin Shakir, al frente. A partir de fines de 1914 se suceden hechos precursores de un aniquilamiento masivo en el marco de las deportaciones, del cual han quedado abrumadores testimonios de misioneros y cónsules neutrales, incluso de los aliados alemanes. Talât Pachá se lo explicó al embajador norteamericano Henry Morgenthau: “Hemos liquidado ya la situación de las tres cuartas partes de los armenios”; “No queremos ver armenios en Anatolia; pueden vivir en el desierto, pero no en otra parte”.

El 24 de mayo de 1815, Inglaterra, Francia y Rusia habían anunciado al Gobierno otomano su propósito de castigar los crímenes cometidos “contra la humanidad y la civilización”. Llegó la hora con la derrota otomana. Como consecuencia, tras el armisticio de octubre de 1918, los aliados se propusieron establecer un tribunal internacional para dichos crímenes, ahora incrementados en número exponencialmente, pero los desacuerdos en composición y base jurídica, anuncio de lo que ocurrirá en Núremberg, anularon el intento. Tocó a la justicia otomana reconocer el carácter criminal de las matanzas, su terrible volumen, y castigar a los culpables. Ya huidos, fueron condenados a muerte en ausencia Enver, Talât, Çemal y Nazim Bey, y ejecutado un responsable local, el llamado “verdugo de Yozgat”. Poca cosa, compensada por una importante documentación probatoria, hoy en la Library of Congress.

Más tarde no faltó el epílogo de los miles de griegos y armenios asesinados y deportados tras la ocupación de la yaur Esmirna, en septiembre de 1922, una vez vencida la invasión griega. Kemal fue aquí testigo pasivo.

Dos destacados intelectuales, el novelista Orhan Pamuk y el periodista turco-armenio Hrant Dink, se preguntaban hace una década por la inexplicable negativa de la Turquía democrática a reconocer el exterminio armenio. Admitirlo en 1920 hubiese sido suicida, puesto que equivalía a legitimar la desmembración de Turquía, pero esa razón no era válida un siglo más tarde. ¿Por qué identificarse con los crímenes de unos antepasados, que además no fueron todos los antepasados, ya que la primera condena de las matanzas y de sus culpables corrió a cargo de consejos de guerra otomanos, e incluso Mustafá Kemal la refrenda en octubre de 1919 al exigir la exclusión “de los unionistas y personas que se mancharon con los actos depravados de la deportación y de la matanza?”. Pero Dink fue asesinado en 2007, y Pamuk sufrió acusaciones y una durísima campaña como enemigo de “la dignidad de la nación”. Sus ideas, no obstante, avanzaron. El alcalde de Kars, hoy turca, antes armenia, levantó una “estatua de la humanidad” por la reconciliación de ambas naciones. Erdogan impulsó su demolición, y ahora remite el tema a unos archivos depurados desde 1918.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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Atila
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Col. Rheault
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Re: ¿Quién habla hoy aún del exterminio de los armenios? Hitler, 22 de agosto de 1939.

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La Turquía de Hrant Dink

“Todos somos armenios”. El grito se repite por treinta mil gargantas, a lo largo de todo el camino entre Taksim, el corazón de Estambul, y la redacción del Agos, media hora más al norte. Fue aquí, en la puerta del periódico, donde un joven pegó tres tiros a Hrant Dink, un periodista turco de etnia armenia de 52 años, director del Agos. Tres tiros que despertaron un país.

Fue el 19 de enero de 2007 y Hrant Dink no era más que un periodista armenio en Turquía, condenado a seis meses de cárcel por haber insultado “la turquicidad”. Días después, más de cien mil personas caminaron tras el ataúd del periodista, con un único grito: “Todos somos Hrant, todos somos armenios”.

Ser armenio en Turquía no es fácil. Aunque los aproximadamente 70.000 ciudadanos turcos de habla armenia y religión cristiana no están perseguidos, sí forman parte de lo que el nacionalismo turco ha elevado al rango de “enemigo de la nación”. La república turca nació precisamente en la guerra contra griegos, en el oeste, y armenios, en el este, dos grupos étnicos fundamentales en la vida social y económica del Imperio Otomano, pero cuyos representantes políticos se aliaron con Inglaterra y Rusia, respectivamente.

Griegos y armenios se convirtieron pronto en la imagen del clásico quintacolumnista, enemigo interno de una república nacionalista. No hay país más estrictamente laico que Turquía, pero es un laicismo de fachada que oculta una profunda convicción que sólo es realmente turco quien es musulmán suní. De origen, aunque luego se proclame abiertamente ateo.

Los armenios de la diáspora, desde luego, poco hicieron para acabar con esta enemistad. Más bien la atizaron: también los armenios sólo conciben su identidad nacional en relación al enemigo turco, eterno responsable del genocidio de 1915. O eso decía Hrant Dink en una famosa serie de artículos en los que pidió a los armenios del mundo que dejasen ya de envenenar su sangre con el odio al turco y encontrasen una identidad armenia propia, no intoxicada. Fue precisamente esta frase la que el juzgado leyó al revés y por la que condenó al periodista: decir que lo turco intoxica es un insulto a la nación, sentenció.

Ogün Samast, el joven de 17 años que disparó a Hrant Dink, dijo haber actuado de buena fe para acabar con quien ofendía el país. En julio pasado fue condenado a 22 años entre rejas. Otro joven, Yasin Hayal, recibió la perpetua hace tres días por haber planificado el asesinato y haber instigado a Samast, pero el tercer acusado, Erhan Tuncel, fue absuelto. Y el juzgado no encontró indicios de que detrás del crimen hubiera una organización delictiva, sino únicamente un par de jóvenes 'ultras'. O quizás la hubiera, pero no hay pruebas, dijo el propio juez, responsable de la sentencia, en televisión después.

“Sí que hay pruebas y las hay abundantes”, replicó el fiscal. Lo mismo piensan los 30.000 “amigos de Dink” que marcharon el jueves al lugar donde cayó. Creen que una red de ultranacionalistas, criminales, policías y militares lleva tiempo influyendo en la política y acabando con las voces disidentes. Y tras cinco años de juicio se evidencia, gritan en la marcha, que el gobierno actual tampoco quiere hacer nada para tirar de la manta. El AKP, el partido islamista en el poder, que lleva un año echando un duro pulso a los militares, y ganándolo, no está interesado en llegar tan lejos, denuncian.

Lo dice gráficamente un cartel, repetido decenas de veces en la marcha: una bombilla, el logotipo del AKP, cubierta por un casco militar marcado con la cruz gamada. Está todo dicho.

Hrant Dink fue víctima de Ergenekon, si es que existe esa red de militares golpistas, aliados con servicios secretos, círculos mafiosos y bandas terroristas al servicio del Estado. Que existe algo se evidenció en el accidente de Susurluk de 1996: ¿qué si no hacen en un coche un mafioso ultraderechista, un jefe policial y un diputado con pistolas, metralletas, pasaportes falsos y muchos dólares?

Cuando la Fiscalía empezó a encarcelar a militares a partir de 2007 y descubrir más y más redes, muchos pensaban que por fin se hacía limpieza en las cloacas del Estado. Cinco años después hay demasiadas personas encarceladas durante demasiado tiempo, y no sólo militares sino académicos y periodistas críticos con el propio caso, demasiados como para creer aún que todas las acusaciones son reales.

¿Es real o no es real Ergenekon? pregunté a un joven turco cuando las dudas empezaron a crecer, hace un año largo. Su respuesta: Es una operación de tapadera para no investigar de verdad la guerra sucia que el Estado ha llevado durante décadas contra la oposición, sobre todo contra los kurdos. Porque si se destapara, se caería el gobierno: todos tienen las manos sucias.

Por eso no hay justicia en el caso de Hrant Dink, por eso sólo pagan los peones de siempre. Pese a todas las buenas palabras del AKP, del primer ministro Recep Tayyip Erdogan y el presidente Gül hacia abajo, que todos han prometido que la investigación continuará, recurrida la sentencia.

“Por Hrant y por la Justicia” es el grito de las masas que marchan hacia el Agos y que seguirán marchando cada 19 de enero. Los seguirá saludando Rakel Dink, la viuda del periodista, emocionada, desde la ventana. Seguirán lanzando claveles rojos al pavimento. Hasta que se descubra quién ordenó este asesinato. Y tal vez tantos otros.

En el pavimento hay ahora una piedra, colocada por la municipalidad del barrio de Sisli. Dice: “Aquí mataron a Hrant Dink. 19 Enero 2007. 15:05 h”. Lo dice en turco y en armenio. Esa piedra refleja el grito de cinco años: Todos somos armenios.

No es un grito fácil en un país en el que aún en abril pasado, el líder de la oposición socialdemócrata, Kemal Kiliçdaroglu, denunció por “insulto” a un periodista que afirmaba que el político era de familia armenia.

No es un grito fácil en un país que escenifica una enorme ruptura diplomática con Francia y llama a consultas a su embajador porque protestar contra lo que considera un acto directamente hostil a Turquía: la aprobación de una ley que castiga con un año de cárcel y una pesada multa a quien se atreva a negar que la masacre de armenios de 1915 fuera un genocidio.

Imagino que todo periodista está de acuerdo en que una ley que fije bajo pena de cárcel una versión concreta del pasado y prohíbe tajantemente discrepar es un atentado contra la libertad. Aunque fuera cierto que era un genocidio (que lo era). Aunque Francia, Alemania y otros países aplican esa misma ley a otro genocidio, el judío.

Protestar contra esta ley es natural. No es natural que lo haga Turquía, donde afirmar que la masacre armenia era un genocidio podía acarrear hasta hace muy poco castigos bastante similares. El año pasado, unas centenares de personas, turcos y armenios, conmemoraron por segunda vez en la plaza pública de Taksim en Estambul?la primera fue el año anterior? el 24 de abril, día del genocidio armenio. Donde usar la palabra 'Kurdistán' para una región del país es un pasaporte directo para la cárcel. Donde hay ahora mismo más periodistas entre rejas que en ningún país del mundo: un centenar.

Es evidente que la ley francesa está hecha ?o estará hecha: se prevé su aprobación definitiva en el Senado el lunes 23? bajo presión de los influyentes grupos armenios en Francia, y que su finalidad es provocar a Turquía. Y es igual de evidente que Turquía ha perdido una ocasión de oro para quedarse callado y mostrar con un elocuente silencio que las palabras “genocidio armenio” ya no son un insulto a la nación. Que ser armenio ya no es algo sospechoso de alta traición.

No te olvides de poner eso: yo me metí en una asociación de derechos civiles el día que vi el entierro de Hrant Dink. Lo dice una joven turca, poco motivada políticamente hasta presenciar aquella marcha en la que cien mil, tal vez doscientas mil gargantas gritaron al unísono su convicción a la cara del asesino, a la cara del nacionalismo turco, tan encerrado en su identidad turco-suní, tan excluyente, el mismo nacionalismo que mata a kurdos y niega a alevíes, el mismo nacionalismo que sigue enn el poder, aunque pasado por un tamiz más islámico y más diplomático. Todos somos Hrant. Todos somos armenios. Ayer se cumplió el quinto aniversario de un nacimiento, el de una nueva Turquía. Una Turquía por la que Hrant dio su sangre.

©Ilya U. Topper · 20 Enero 2012 [Especial para MediterráneoSur]
http://www.mediterraneosur.es/prensa/to ... hrant.html
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Re: ¿Quién habla hoy aún del exterminio de los armenios? Hitler, 22 de agosto de 1939.

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El negacionismo es la continuación del genocidio armenio

Por Vahagn Melikian | Para LA NACION

En un artículo reciente, bajo el título "El genocidio, un delito definido por la ley", el embajador de Turquía Taner Karakas apela a variados recursos para demostrar que el exterminio de 1.500.000 armenios por parte del Imperio Otomano no fue un genocidio.

La verdad histórica es que hace 98 años se cometió un crimen diabólico contra el pueblo armenio, que vivía pacíficamente en la cuna de su nacionalidad. Ese crimen sería caracterizado y definido varias décadas después, en 1944, por el jurista polaco Rafael Lemkin, quien, al crear el término genocidio, intentaba describir y definir la política nazi de asesinatos y violaciones, así como las atrocidades cometidas en 1915 contra los armenios.

En 1948, la ONU adoptó la Convención sobre Prevención y Castigo del Delito de Genocidio, definido como un crimen internacional, y desde entonces, los países miembros de la convención están obligados a prevenir, así como a castigar a los que cometen un crimen de esa naturaleza.

El plan de exterminio y destierro del pueblo armenio fue trazado y ejecutado fríamente por el gobierno del Imperio Otomano y hoy se inscribe entre los ejemplos más claros del terrorismo de Estado. El objetivo era uno solo: el gobierno de los Jóvenes Turcos, para preservar los restos del debilitado Imperio Otomano, dio nacimiento a la ideología del panturquismo, es decir, la constitución de un inmenso imperio cuyas fronteras llegarían hasta China y abarcaría a todos los pueblos de habla turca del Cáucaso y de Asia Central. El plan preveía también la turquificación de todas las minorías nacionales. La población armenia era considerada el principal obstáculo en ese camino.

Preparado detalladamente, el plan se ejecutó en varias etapas. La primera etapa comenzó con la eliminación de cientos de intelectuales armenios el 24 de abril de 1915. La segunda fue el reclutamiento de más de 60.000 armenios para el ejército otomano, que fueron asesinados por sus compañeros de armas turcos. La tercera parte del genocidio se caracterizó por la matanza y el destierro de mujeres, ancianos y niños hacia los desiertos de Siria Taner, donde miles de ellos murieron de hambre y enfermedades. Decenas de miles de armenios cristianos fueron islamizados por la fuerza. La última etapa del genocidio está definida por la negación de las deportaciones y del plan de exterminio por parte del gobierno turco.

Esa política de negacionismo continúa hasta hoy, como lo prueba el artículo del embajador Taner Karakas. La negación es la continuación más directa del genocidio, un hecho innegable que, tarde o temprano, obligará a Turquía a enfrentarse con su pasado y saldar cuentas con la historia.

Se podría haber esperado del embajador turco un mínimo respeto a la memoria de los armenios víctimas del genocidio, decenas de miles de cuyos descendientes hoy viven en la Argentina.

El reconocimiento y la condena del genocidio de 1915-1923, por los cuales lucha todo el pueblo armenio unido, no constituyen un fin en sí mismos. Es un permanente mensaje a la comunidad internacional destinado a prevenir futuros crímenes, impedir la repetición de los ya cometidos y detener nuevos intentos, porque el genocidio no es un crimen contra tal o cual nación, sino contra toda la humanidad.

© LA NACION.
http://www.lanacion.com.ar/1588981-el-n ... io-armenio
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