Javier Cercas y Enric González o la literatura, el periodismo y viceversa

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Col. Rheault
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Javier Cercas y Enric González o la literatura, el periodismo y viceversa

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Javier Cercas y Enric González o la literatura, el periodismo y viceversa

Publicado por Enric González

Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) es filólogo y uno de los novelistas españoles de mayor prestigio. Cuando le llamé para pedirle una entrevista, respondió que ya le habían entrevistado muchas veces y que no creía poder decir nada nuevo. Se optó por una simple conversación sin pautas, desarrollada una mañana veraniega en un restaurante ampurdanés.

Una de las cosas que me jode es no saber más sobre economía. He empezado a leer cosas ahora, con la crisis. Ni siquiera con la crisis de los noventa me interesé. Nunca me imaginé a mí mismo abriendo el periódico por las páginas de economía. Esto te parecerá bastante común, ¿no?

Hay dos secciones en los periódicos que son para iniciados, economía y deportes.

Curiosamente, en deportes está iniciado todo el mundo.

Sí. Cualquiera puede disertar un buen rato sobre el fuera de juego posicional. En cambio, la jerga económica suena a chino. Y hay que conocerla para entender la información.

¿Qué es la prima de riesgo? No lo supimos hasta que pareció convertirse en una cuestión de vida o muerte.

La mayoría de la gente se salta esas páginas.

Me jode, porque a los chavales como mi hijo les interesa; son más listos que nosotros.

¿Ha empezado ESADE?

Este año empieza. Y yo me digo: fantástico, porque me va a enseñar cosas de las que no tengo ni idea. Y sin las cuales no se entiende la realidad. Sin la economía no entendemos la política, por ejemplo. La realidad es el dinero. Los chicos de ahora, en secundaria, hacen cosas de economía. En mi época no se hacían, que yo recuerde. ¿Verdad?

No, qué va.

No recuerdo que me explicaran ni una sola palabra de economía. Y ahora parece que la economía sea algo que funciona solo y que no haya alternativas.

Por supuesto que las hay. Pero el precio de algunas alternativas es altísimo. ¿Abandonamos el euro? ¿Dejamos que quiebren los bancos?

¿Por qué no dejamos que quiebre la banca? El papa lo dijo el otro día.

Sí, pero no refiriéndose a su banco, el Instituto para las Obras de Religión.

Si quiebran los bancos, quebramos también los que tenemos dinero en los bancos. Ese es el problema, ¿no? ¿Se puede dejar que quiebren los bancos?

Ahora no. Han conseguido ser imprescindibles. Porque son demasiado grandes, porque nos arrastrarían a la quiebra con ellos y, además, porque, cuando dan crédito, son ellos los que fabrican dinero. Los billetes los imprime el Banco Central Europeo. Pero los billetes son una pequeña parte del dinero. Tú pones cien euros en el banco. El banco solo tiene que conservar cinco, los otros noventa y cinco puede prestarlos. Tú tienes los cien, recuperables cuando quieras, y otro tiene noventa y cinco. En total, ciento noventa y cinco.

Estoy empezando a enterarme de estas cosas. Hay un corresponsal en Bruselas que me gusta mucho, Claudi Pérez, de El País.

Claudi es un corresponsal espléndido.

¡Cómo ha contado la crisis este tío! Además, lo hace ameno. Bueno, los grandes periodistas justamente hacéis eso. Leyendo una crónica tuya, no solo te enterabas de lo que había pasado ese día si no que te colocaba en el contexto. ¿De qué te sirve que te cuenten que los bonos han bajado, y tal y cual, si no te dan las razones, el contexto, las consecuencias reales? Y eso es muy difícil.

Hay que entender de qué va y estar al corriente de lo que pasa, porque eso es hacer periodismo. Y utilizar con prudencia las herramientas del novelista.

¿En qué sentido?

En el sentido de que tienes que generalizar y sintetizar, tienes que crear un pequeño relato, tienes que mantener el interés del lector…

Lo vuestro tiene una dificultad añadida para mí. A ti te parecerá una anécdota, porque eres periodista, pero para mí ese oficio tiene una dificultad monstruosa: la velocidad. Mira, yo solo he escrito una crónica realmente periodística en mi vida. Fue de un partido de tenis. Yo adoro el tenis. Se enteró Lluís Bassets y me dijo que fuera a la Copa Davis. Ese día lo pasé horriblemente mal, porque además fui con Manel Serras [periodista deportivo], que después me llevó a comer un arroz con sus colegas. Se hicieron las cinco de la tarde y yo pensaba: Dios santo, ¿cómo voy a escribir esto? Porque yo para escribir un folio necesito un día, ¿comprendes? Necesito pensarlo. Y estos tíos llegan allí y «pata pata pata pan», en cinco minutos te hacen una crónica que además es perfecta. La de Manel Serras le dio veinte vueltas a la mía. Qué vergüenza.

Eso es práctica.

Eso no es solo la práctica, en mi opinión. Cuando te enfrentas a un problema complejo… En fin, mi mente no está habituada a eso. Yo necesito que pase el tiempo por las cosas y verlas con perspectiva y darles una vuelta y otra vuelta y otra vuelta…

Porque tu estilo es otro. Tú sabes ver lo que hay por debajo de las cosas, contar algo más real que la realidad.

¿Lo que hay por debajo de las cosas? El buen periodista te da muchas veces eso también.

Lo que tiene que contarte el periodista es lo que pasa. Y un poco del porqué de las cosas. Pero no tiene que explicarte el alma humana.

Yo vengo de la universidad, que tiene otros ritmos mucho más lentos. Por eso cuando me llaman de un periódico y me dicen: oye, se ha muerto tal persona, ¿podrías escribir un artículo?, respondo que no. Porque tengo que pensarlo, qué significó esa persona, qué hizo, por qué. Y necesito tiempo. Vosotros, no.

Los periodistas redactamos a veces en una especie de trance.

¿Trance?

Sí, porque si lo piensas no te sale. El papa Karol Wojtyla murió a las 9:37 de la noche. El Vaticano lo anunció unos diez minutos más tarde. Había que cerrar la primera edición a las 10:30. Yo, que era corresponsal en Roma, tenía poco más de media hora y había que escribir como ocho o nueve folios. Eso era imposible, porque lo normal es tardar unos veinte minutos por folio. Pero salió. Por supuesto, no tenía ni idea de lo que había escrito.

Me parece que la palabra trance es exacta. Anagrama acaba de publicar un libro de un neurólogo (Incógnito, de David Eagleman) en el que se dice una cosa que está muy bien y sobre la que siempre pensé escribir. Dice que, cuando Rafa Nadal golpea la bola, no piensa, está en trance. No se dice «ahora pongo la raqueta así y mando la bola allí». No. Lo tiene automatizado. Entonces, quienes dicen que la inspiración no existe, no saben lo que es la inspiración. La inspiración es un trance. Una especie de compenetración total con lo que estás haciendo. Lo que tú has contado de la crónica de Wojtyla es la inspiración, algo que solo se obtiene a través de un trabajo enorme, de una práctica enorme…

Y de la descarga de adrenalina. Cansa. En una hora puedes fumar un paquete de cigarrillos, quedas reventado y no sabes siquiera qué has escrito.

¿Eso no es demoledor?

Uno se acostumbra.

Porque te pone. Por lo mismo que yo corro. En Berlín, donde acabo de pasar unos meses, volví a descubrir el correr por las mañanas. Tengo la rodilla jodida, pero ya no puedo dejarlo porque, si por la mañana no voy a correr, no me encuentro bien. A veces lo pasas mal cuando corres, no digo que no; y además estoy gordo. Pero ese sufrimiento del correr, sudar y tal te genera algo que se te vuelve indispensable. Yo imagino que escribir de esa manera es algo parecido.

Estoy convencido de que el mejor periodismo se hace en los libros. Porque no sufres ni la prisa ni las limitaciones de espacio y no serializas, sino que tienes la historia completa.

Son cosas muy distintas, ¿no? Para mí, el periodismo es lo que hace ese señor que se va a Egipto cuando se arma la revolución y cuenta cada día lo que pasa.

¿Aprende algo la literatura del periodismo?

Puede hacerlo, o quizá debe. Para mí, las crónicas en la edición catalana de El País, que escribí a finales de los noventa, fueron muy importantes, aprendí mucho escribiéndolas. Porque no eran artículos especulativos, digamos, sino historias de calle, y eso yo nunca lo había hecho. Un día me decían: oye, hay un limpiabotas en la Rambla que tiene una historia estupenda. Iba a por el limpiabotas y me pasaba una tarde con él, o lo que hiciera falta, y con eso escribía mi historia. Esas crónicas luego se publicaron en un libro titulado Relatos reales. Y, de hecho, Soldados de Salamina sale en cierto modo de la experiencia de esas crónicas. La novela se puede aprovechar del periodismo, del contraste directo de la escritura con la realidad y de otros rasgos propios del periodismo. No estoy hablando de Truman Capote, sino de otras cosas. Por otra parte es evidente, aunque algunos no quieran aceptarlo, que gran parte de la mejor prosa que se ha escrito en España en los tres últimos siglos se ha publicado en los periódicos.

¿Tres siglos?

Y porque antes no había periódicos. En el siglo XVII la mejor prosa, o de las mejores (junto con la de Moratín), es la que escribe Luis Cañuelo en El Censor. Larra es para mí el mayor prosista del XIX. Ortega y Gasset publicó La rebelión de las masas en el diario El Sol, y quizá era básicamente, ya que no un periodista, sí por lo menos un escritor de periódicos. Unamuno o Azorín publicaron en periódicos gran parte de su obra… Mira, antes de escribir en la prensa yo era un tío que estaba en su casa y en la universidad, un escritor básicamente libresco; y en cierto modo lo sigo siendo, porque la literatura siempre es, en lo esencial, un diálogo con la literatura (y por eso la palabra metaliteratura es redundante: toda literatura es metaliteratura, igual que toda ficción es autoficción). Pero la literatura, o al menos la gran literatura, es también un diálogo con la vida, con la realidad, y lo cierto es que eso de salir a la calle y preguntarle a la gente tal cosa y tal otra, ir con tu libretita y tomar notas para poder escribir luego de lo real e inmediato, me pareció extraordinario. Del periodismo la novela puede aprender muchas cosas. ¿En qué sentido lo digo? Mira, yo veo la novela como una especie de monstruo omnívoro, una bestia que se lo come todo. Así la concibió Cervantes. Esa es la gran virtud de la novela. Que en ella entra todo, que vale todo, que lo devora todo. Y que, por eso, es un género infinitamente versátil, infinitamente maleable, permanentemente cambiante.

Bueno, en realidad ni siquiera era un género serio cuando Cervantes lo crea. De hecho, él ni siquiera llama novela al Quijote —las novelas eran otra cosa: eran, digamos, las Novelas ejemplares, lo que hoy llamamos nouvelle— Cervantes, en el Quijote, no tiene ni puta idea de lo que está haciendo. Ni puta idea. Él lo llama «Estoria», o «épica en prosa», pero no sabe lo que está haciendo, y en parte quizá por eso el Quijote es un milagro: la primera parte es genial, pero la segunda parece escrita por Dios, está escrita en estado de trance permanente. En fin: lo que hace Cervantes en el Quijote es meter dentro del libro todo lo que encuentra a su alrededor, cocinar un gran cocido con todas las formas literarias de su tiempo. Y esa es la primera característica del género: que en él cabe todo, que encarna la libertad total. El problema es que los españoles no le hicimos ni puñetero caso a Cervantes, al menos en ningún sentido importante. Quienes aprendieron la lección del Quijote fueron los ingleses y los franceses, sobre todo los ingleses. Y así la novela moderna se convirtió, a imitación del Quijote, en un monstruo que devoraba los géneros que había a su alrededor. La historia con Balzac, la poesía con Flaubert, el ensayo y la filosofía con los alemanes de principios del XX… Y, por supuesto, también asimila el periodismo, la realidad inmediata que el periodismo está en principio encargado de narrar. Por ejemplo, Anatomía de un instante se ha entendido como un libro de periodismo, como una crónica de un hecho ocurrido no hace tres días sino hace treinta años, para la cual he leído todos los libros disponibles, he hablado con mucha gente y he construido un relato ceñido a la realidad.

La mecánica de Anatomía es muy periodística.

En parte sí. No hay invención, no hay fantasía, entre otras razones porque llegué a la conclusión de que ya ha habido bastante fantasía y bastante invención en el 23 de febrero, que viene a ser nuestro asesinato de Kennedy, como para añadirle un poco más. Debía contar la realidad, ¿no? Pero la forma y la estructura pertenecen a la novela. Cuando se publicó Anatomía de un instante no quise que se mencionase la palabra «novela». Ahora sí la reivindico como novela. En aquel momento, si se hubiera hablado de novela, la gente habría entendido que en el libro había ficción.

No hay tampoco un personaje central en torno al cual ocurren las cosas.

Hay un personaje central, que es Adolfo Suárez, pero es un personaje real, no un personaje ficticio, como ocurre en muchas novelas históricas. No, ahí todos los personajes y los hechos son absolutamente reales. Los elementos formales —o muchos de los elementos formales— son de novela, pero Anatomía no deja de ser por ello periodismo, no deja de ser historia, no deja de ser crónica y ensayo, no deja de ser otras cosas. ¿El resultado? Pues probablemente hay que llamarlo novela —una novela muy poco convencional, una novela que no quiere saber nada con las normas de la novella del XIX y del XX, con las de la novela decimonónica y antidecimonónica—, porque la novela es precisamente el género que más y mejor ha mezclado los géneros. Además, hay otra razón por la que quizá hay que llamar novela a Anatomía. No sé si estarás de acuerdo conmigo, pero yo creo que lo que define a los géneros literarios son las preguntas que se hacen y las respuestas que se dan. Entiendo que un historiador, o un periodista, o un ensayista, no se harían la pregunta que está en el corazón de Anatomía. Se habrían preguntado, por ejemplo, quién era Adolfo Suarez, y entonces habrían hecho una biografía de Suárez; o qué fueron la Transición o el 23 de febrero, y entonces habrían hecho una crónica o un ensayo sobre el 23 de febrero o sobre la Transición. En cambio, la pregunta central de Anatomía es totalmente novelesca. La pregunta es: ¿por qué Adolfo Suarez se quedó sentado en su escaño de presidente el 23 de febrero de 1981, cuando los golpistas entraron disparando en el Congreso, en vez de arrojarse al suelo como todo el mundo? Esa no es la pregunta de un historiador, ni de un periodista, ni de un ensayista. Es una pregunta novelesca, porque es una pregunta moral.

Las novelas (o las novelas que a mí me gustan) siempre contienen en su corazón una pregunta. En el Quijote, la pregunta es: don Quijote, ¿está loco o no está loco? En Moby Dick: ¿por qué carajo Ahab está tan obsesionado con la ballena blanca, qué significa ese animal? En El proceso: ¿de qué carajo acusan a K? Las novelas funcionan así. Y bueno, ¿cuál es la respuesta a esas preguntas? ¿Cuál es la respuesta a la pregunta de Anatomía? La respuesta es que no hay respuesta. O sea, la respuesta es la propia búsqueda de una respuesta, es decir, la propia pregunta, es decir, el propio libro. No hay una respuesta clara, nítida, taxativa, inequívoca. Hay, en todo caso, una respuesta ambigua, contradictoria, esencialmente irónica, que por lo demás solo el lector puede dar. Quiero decir: al final de Anatomía no tenemos una respuesta clara a la pregunta de por qué no se tiró al suelo Suárez (o, lo que es lo mismo, hay tantas respuestas que ninguna es la definitiva), igual que al final del Quijote no sabemos si don Quijote está loco o no, y al final de Moby Dick no sabemos el porqué de la obsesion de Ahab, y al final de El proceso no sabemos de qué acusan a K. La respuesta es la propia novela, está disuelta en su propio discurrir. Así es como funcionan las grandes novelas, o las novelas que me gustan, y así es como, me parece a mí, funcionan todas o casi todas mis novelas, desde El móvil hasta Las leyes de la frontera, pasando por Soldados, donde esto no puede ser más evidente: ¿por qué el soldado republicano salva a Sánchez Mazas?, se pregunta al principio la novela; y al final se responde: no lo sabemos, ni siquiera sabemos del todo si Miralles es el soldado que buscamos; la respuesta a la pregunta, de nuevo, es la propia búsqueda de una respuesta, el propio libro. En fin, todo esto es algo que solo he descubierto al terminar Las leyes de la frontera, donde todo esto, que siempre estaba ahí, ha cristalizado de golpe, pero creo que es así.

Tus personajes suelen enfrentarse a una serie de opciones morales y se ven obligados a elegir.

Es verdad. Y eligen, pero casi nunca estamos totalmente seguros de si lo que eligen es lo correcto o no. ¿Por qué? Vuelvo a lo mismo. El otro día, en un programa televisivo francés, le oí a Umberto Eco una cosa interesante. Le preguntaron por qué escribía novelas. Se quedó pensativo y dijo: para no concluir. Porque, si yo escribo un ensayo, al final tengo que llegar a una conclusión; pero no si escribo una novela. Y ese no concluir, añado yo ahora, es la conclusión de la novela. Yo lo llamo el punto ciego. De hecho, quiero escribir un libro con ese título, una especie de ensayo, o de ensayo raro, narrativo y teórico y tal… En fin, no sé si lo escribiré, porque ahora estoy metido en otras cosas que me urgen más. En todo caso, sí, quiero hacer un ensayo sobre eso. Como digo, tiene que ver con lo que antes hablábamos. La idea es que todas las novelas tienen un punto ciego, un punto a través del cual no se ve nada, pero ese no ver es la forma en que la novela ve; ese silencio es la forma de elocuencia que tiene la novela; esa oscuridad es la forma en que la novela ilumina. ¿Don Quijote está loco o no está loco? No lo sabemos. Eso es un punto ciego, y todo lo que tiene que decir la novela de Cervantes lo dice a través de ese no saber, de esa incógnita central, de ese punto oscuro. Lo mismo con Melville o Kafka, para volver a los ejemplos de antes: no sabemos qué es la ballena blanca y por qué Ahab la persigue y no sabemos de qué acusan a K en El proceso o por qué no puede entrar al castillo en El Castillo, pero esas novelas giran en torno a esos puntos ciegos, todo lo que tienen que decir lo dicen a través de esa oscuridad central, toda su sabiduría y su sentido están concentrados en esos silencios nucleares.

¿O por qué Gregorio Samsa se convierte en insecto?

La novela es el género de las preguntas, no el género de las respuestas. Pero estábamos con el periodismo y con que la no ficción tiene unas posibilidades extraordinarias. Hay gente que está trabajando en una línea parecida. Hay un tipo que tiene que ver con lo que yo he hecho, Laurent Binet. ¿Has leído HHhH? Es sobre el asesinato de Heydrich. Te lo recomiendo. Él dice haberse inspirado en Anatomía de un instante, pero de todos modos está muy bien. O lo que está haciendo Jean Echenoz, sus relatos sobre Ravel o Zatopek o Tesla (aunque él los llame «ficciones sin escrúpulos biográficos»). O lo que está haciendo Emmanuel Carrère, desde El adversario hasta Limonov, dos libros admirables. O la serie biográfica de Patrick Deville. Es curioso, estoy citando solo escritores franceses, cuando ya es casi un cliché, sobre todo en Francia, decir que la narrativa francesa está acabada, y cuando por lo demás yo soy más lector de narrativa inglesa y norteamericana que de narrativa francesa. En fin, yo no diría que lo que hace esta gente, o lo que he hecho yo en algunos libros, tenga que ver con el periodismo stricto sensu —de hecho, yo no soy un periodista, sería abusivo considerarme uno de vosotros porque escriba mis dos articulitos cada mes—, pero tiene que ver con la no ficción, o con la tensión entre la ficción y la no ficción, que es, me parece evidente, uno de los vectores más fecundos de la narrativa en lo que va de siglo.

¿Has leído La liebre con ojos de ámbar? El autor, un ceramista inglés llamado Edmund de Waal, cuenta la historia de unas figuritas japonesas que heredó de su tío abuelo. No hay ficción. Conozco a personas que han quedado fascinadas con el relato. También hay quien no consigue pasar de la página veinte.

Y a ti, ¿qué te ha parecido?

Soy de los que piensan que es una historia maravillosa.

Volviendo a la literatura y la prensa, el hecho es que en España no hay casi ningún escritor un poco conocido que no tenga una columna en un periódico o colabore regularmente en uno. Eso resulta insólito en otras culturas. En Estados Unidos es impensable. Tampoco ocurre en el Reino Unido ni en Francia. En Italia, un poco: Claudio Magris y alguno más. En Latinoamérica se dan casos, quizá por influencia española. ¿No te parece curioso?

Quizá tenga que ver con la escualidez del mercado. La verdad es que muy pocos pueden vivir de los libros en España, y las colaboraciones en periódicos deben ayudar a cuadrar las cuentas domésticas.

Es verdad.

En Estados Unidos, en cuanto tienes un cierto éxito literario ya puedes vivir de eso.

Sí. Pero, ¿y el caso de Francia? ¿O el de Italia? Mi impresión es que, aunque parezca extraño, hay menos escritores profesionales que en España, y que quizá eso tiene que ver, al menos en parte, con que en Francia o Italia los agentes literarios pintan poco, hay muchos menos que aquí. Cuando Jonathan Littell llegó a Francia con un agente literario, en Gallimard se asustaron. El agente es un invento anglosajón. En España surgieron a remolque de santa Carmen Balcells. Esto es así. Sin duda lo de escribir en prensa es, o ha sido, una fuente suplementaria de ingresos para los escritores, pero tiene que haber también lectores que lo quieren, digo yo.

Otro factor puede ser el histórico. La prensa en España, Francia e Italia, y en Latinoamérica, tiene un origen distinto al de la prensa anglosajona.

¿En qué sentido?

La prensa latina nació con vocación de influir ideológicamente en los lectores. Los diarios surgieron para defender ideas políticas o intereses económicos muy determinados. La prensa anglosajona, en cambio, tuvo en general un origen más vinculado con los servicios comerciales: llegan al puerto tales barcos, los precios de las materias primas son estos, etcétera.

Eso es interesante. En cualquier caso, me extraña oír tan a menudo que en España los intelectuales no existen; de hecho, cuando oigo eso a veces me da la risa. José Luis Corcuera, aquel ministro del Interior de la patada en la puerta, dijo una vez que en España hay más intelectuales por metro cuadrado que en ningún otro país del mundo; o algo así. Creo que, por una vez, tenía razón. Te gustarán o no te gustarán, a ver, no todo el mundo va a ser George Orwell, quien, por otra parte —a ver si dejamos ya de hacer el ridículo con el pobre Orwell—, tampoco era san Francisco de Asís, ni falta que le hacía. Pero el hecho es que, haberlos, haylos, que aquí los escritores, periodistas y compañeros mártires no paramos de opinar, no paramos de intervenir en el debate público, hasta el punto de que quizá hay un exceso de opiniones y, en medio del ruido atronador, se neutralizan unas a otras. ¿Que algunos nadan y guardan la ropa, hablando sobre lo irrelevante y callando sobre lo relevante, que opinan sobre seguro y para su parroquia y sin tocar asuntos peligrosos? Ya digo que no todo el mundo es Orwell. ¿Que nadie nos hace caso? ¿Que no servimos para nada? ¿Que no hemos impedido la crisis y la corrupción y todos los desastres que se han abatido sobre nosotros? Pues es verdad, pero, vamos a ver, ¿cuándo han impedido los intelectuales algo de eso, o cosas mucho peores? Insisto: no hagamos el ridículo. No digo que lo que decimos los que escribimos en la prensa no tenga ninguna influencia, porque la tiene —para bien y para mal, a veces sobre todo para mal—, pero no me parece decente pasarse la vida dando lecciones, recriminando defectos ajenos (a veces reales) y alardeando de virtudes propias (casi siempre ilusorias). Mejor seguimos aprendiendo.

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"Demand me nothing; what you know, you know: / From this time forth I never will speak word"
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